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—Señor, ya hemos llegado al complejo Sur.

—Puedo verlo, Diego. —Emilio abrió la puerta del coche y salió antes de esperar a que su guardaespaldas asegurara la zona.

No podía esperar, cada segundo era vital. Tenía que encontrar al superviviente y ver por sus propios ojos si era o no Joaquín, si era o no su salvaje Primare, el veneno que recorría su cuerpo conduciéndole a la locura y del cual la única cura era tenerle por siempre a su lado, marcarle para que todos supieran que le pertenecía en cuerpo y alma.

Avanzó velozmente hasta la entrada al complejo, donde divisó a dos guardias de seguridad apostados frente a las puertas metálicas del edificio. No detuvo sus pasos hasta llegar frente a ellos, ignorando las caras de sorpresa que pusieron los guardias. Le habían reconocido, era evidente. Pocas personas no le conocían al ser el miembro más joven del Consejo y el que mantenía una fama de cruel al que no le temblaba la mano al repartir justicia, "su justicia" entre quienes se la jugaban.

«Bien, me facilitará las cosas el que me reconozcan». Pensó, sonriendo internamente. Disfrutaba jugando con sus presas, poder oler el miedo que exudaban cuando le miraban directamente a los ojos y comprobaban que hablaba en serio, que no dudaría ni un segundo en destrozarles con sus propias manos.

—Apártense, voy a entrar —les exigió alzando la voz, provocando que se sobresaltasen y agarraran con fuerza las armas de fuego que portaban en sus manos.

—Consejero, no podemos permitirle la entrada a... —El guardia que rompió el silencio se calló cuando tuvo toda la atención de Emilio sobre él.

Aquella mirada le paralizó y le provocó que saboreara el miedo como nunca antes lo había hecho. Estaba ante un depredador a punto de saltar sobre la presa y por culpa del destino, aquel día la presa iba a ser él.

Al ver a su compañero enmudecido a un paso de que se le cayeran los calzoncillos al suelo del miedo, Thomas se armó de valor y dio un paso hacia delante, manteniendo un férreo control sobre el fusil de asalto que tenía en sus manos. Se sentía seguro con aquel pedazo de metal. El Consejero no podía hacerles nada. Estaban protegidos, no solo por la posición que tenían como los guardias de seguridad de un recinto del Consejo, si no por estar bajo las órdenes del Consejero Jefferser. Ya que todo el mundo sabía que entre Consejeros no había disputas, no se pisaban los unos a los otros. A lo mucho intentaban eliminarse sin que se encontrara pruebas de que ellos habían sido los causantes de los misteriosos accidentes, o de los intentos con atentar sus vidas.

—No puede entrar en estos momentos al complejo, Consejero Emilio.

Este se giró y miró al otro guardia de pies a cabeza. No lo reconoció, debía ser nuevo, era la única explicación posible pues conocía a todos los guardias de seguridad y soldados de los demás Consejeros, debía hacerlo para poder protegerse.

Tal y como dice el refrán, conoce a tu enemigo mejor de lo que te conoces a ti mismo.

—Eres nuevo —no lo preguntó, no hacía falta, lo sabía, pero quería dejarle una cosa clara a ese hombre. Dio otro paso hacia delante, casi rozando el frío metal del fusil con su pecho—, y solo por eso, no te mataré. Pero si no te apartas en estos momentos de mi camino no seré compasivo contigo —miró al otro hombre que estaba temblando muy cerca de la puerta de entrada, con la espalda contra el metal—, y tú correrás el mismo destino que tu compañero —regresó la atención hacia el guardia que se mantenía con el fusil en sus manos frente a él. Podía leer el miedo en sus ojos, la duda, pero también la determinación. Un hombre así era lo que necesitaba en su equipo, solo escogía a los mejores, los que eran capaces de enfrentarse a la muerte con la cabeza bien alta y dispuestos a reírse de ella.

Eres Mío • EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora