III

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Con el llegar del alba, la prefecta de la planta entra en la habitación sin tocar a la puerta. Tan solo son las seis de la mañana, pero aquella compañera que no ha saltado como un resorte con la irrupción de la señora nos sirve como muestra de lo que ocurrirá si no respondemos con prontitud a las demandas del personal. La prefecta tira del brazo de Paula, la levanta de la cama para arrastrarla hasta una esquina de la habitación y la obliga a apoyar sus manos en la pared para sufrir el humillante griterío que le profiere esa enrabiada mujer... Si la situación fuera más surrealista creería que estoy ante una especie de broma muy negra. Una mujer de casi treinta años sollozando de rodillas mientras trata de no romper el contacto con la pared, soportando los improperios, insultos y vejaciones de una mujer que bien podría ser apartada con el mero aleteo de una mosca.

"¿En qué siglo estamos?", trato de ubicar mis cansados e insomnes pensamientos. Hasta donde yo sé, este tipo de prácticas no son del todo lícitas en el país en el que vivo o, cuando menos, antes de todo el periodo de cambio. La colérica mirada de la prefecta se deja caer sobre el resto de las inmóviles integrantes y su rígida voz de clava en mi recuerdo como una astillada estaca:

- Espero que con esto les haya quedado suficientemente claro que, cuando algún miembro del personal entra por la puerta, todas deben levantarse sin perder tiempo y actuar con inmediatez ante lo que se les exige. Sepan que lo laxo del castigo que ha recibido la señorita Mejías no tiene otra explicación que el hecho de que son nuevas. Sin embargo, quedan advertidas a partir de ahora: si no cumplen con lo que se espera de unas ciudadanas ejemplares, serán castigadas y tengan por seguro que este ha sido el más suave de ellos. Se acabaron las advertencias. – Noto todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo contraerse hasta causarme dolor, solo quiero coger a asa malnacida y hacerla tragar todas las lágrimas que caen en cascada por las mejillas de mi inocente compañera...- Ahora, señorita Mejías, acompáñeme. Usted será la primera en recibir su tratamiento individual. El resto deberán acudir a dicha sala siguiendo estrictamente el horario que aquí les dejo. Mientras tanto vayan a desayunar y comiencen con las tareas que les han sido asignadas.

Paula sale casi a rastras de la habitación y, al igual que yo, ninguna de las internas que hay en el pasillo tiene el valor de detener aquel abuso o, tan siquiera, de mirarla. Miro a Marta para encontrarme con el incrédulo reflejo de mi atónita mirada, ninguna de las presentes da crédito a lo que acabamos de contemplar; pero, ante la cristalina amenaza emitida por la prefecta, no tenemos más remedio que salir como alma que lleva el diablo hacia el comedor y obedecer silenciosamente a las directrices que nos han proporcionado.

Continúo rastreando discretamente todos los recovecos del lugar en busca de cualquier salida, punto ciego o, tan siquiera, una miserable mirada que me hiciera sentir humanidad. Jamás me sentí tan sola como en este lugar tan concurrido y, a la vez, tan deshabitado, tan carente de espíritu, de vida. En menos de dos horas me encuentro camino hacia la sala de terapia individual, no es necesario recalcar la sensación de nerviosismo e incertidumbre que corroe mis entrañas; pero por fortuna no padezco el Síndrome del Intestino Irritable, de lo contrario tendría a la Buena Juárez sacándome de alguno de los cubículos del baño sin prestar atención a mis necesidades.

La suavidad con la que giro el pomo de la puerta contrasta con el rígido movimiento de mi muñeca, debo ignorar las señales de alarma que trata de enviarme mi cuerpo con la intención de hacerme escapar. La sala está inundada por un aroma a incienso cofrade, olor que siempre me ha generado náuseas y tampoco es que me entusiasme demasiado el clima eclesiástico que ambienta ese denso humo. La habitación puede ser descrita como una hortera sala de interrogatorio en la que tan solo hay un armario, una silla, una mesa y dos mujeres -siendo guardia la primera y prefecta la segunda-.

En un gesto de fingida humildad, aun siendo cierto que avanzo temerosa, me siento en la silla que me indica la guardia. Sin amagar simpatía o hacer el intento de presentarse por mera cortesía, el juicio da comienzo. Las preguntas están claramente dirigidas a poner de manifiesto todo hecho escabroso, según su ideología, del que me pueda avergonzar; ya se sabe que quién controla tu información personal, controla tu vida; y ellas la emplearán como arma en mi contra sin lugar a dudas.

Los Ciudadanos de BienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora