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Era feliz recogiendo flores.

Siempre había flores después de la hierba alta. Llevaba un par de pequeños baldes metálicos y regresaba con ellos llenos de flores hacia la casa.

Iba desde bastante temprano a decir verdad. Caminaba colina abajo y luego quedaba cruzar un río. Normalmente había piedras desde al menos tres metros arriba del pequeño sendero, incluso había huecos que indicaban que, en época de lluvias, el río crecía considerablemente.

Claro que él y sus hermanos no eran los únicos niños en el pueblo que iban durante los calurosos días de verano a jugar en el agua. Pero a él le gustaba acercarse a ese río en cualquier época del año. Siempre lograba ver alguno que otro pequeño pececillo o anfibio por allí.

Si cruzaba y pasaba por la zona de la hierba alta, que en realidad no era muy extensa, quedaba casi despejado un claro lleno de esas florecillas de tonos liláceos que tanto le gustaban. A veces había alguna que otra florecillas roja, pero eran realmente extrañas de ver. Era normal que las mariposas revolotean por allí. El viento también era bastante fresco allí. Le gustaba quedarse bajo la sombra de uno de los dos árboles, disfrutando de la fresca ventisca desde alguna de las ramas. Desde ahí podía ver su casa y el campo de arroz a la derecha. Y si miraba hacia su izquierda, las casas del resto de los habitantes del pequeño pueblo. Eran más numerosas del otro lado.

A veces visitaba la parte más poblada del pueblo, pues tenía amigos allí y ahí era donde estaba la pequeña escuela. Todos eran personas bastante amables y le trataban bien, casi se podría decir que lo consentían, incluso si el varias veces se olvidaba de sus nombres. Le apenaba un poco confesar eso.

Claro, pero también sucedieron esas veces donde cada uno de los habitantes le daba miedo.

Era un pueblo pequeño y, aunque contaban con bastantes servicios del exterior a pesar de estar apartados de una ciudad grande como las del centro de la provincia, las personas nunca tuvieron problemas con sus trabajos. Alguno que otro comerciante iba y venía desde la ciudad, como su madre, trayendo muchísimas cosas desde allá.

Bueno, ahí también había muchos detalles que no pueden pasarse por alto: un pueblo pequeño, donde todos los habitantes se conocen entre ellos, tal como si fuesen una gran familia. Una familia bastante... Extrema en ocasiones.

El comercio allí también atraía a alguno que otro ladrón de los alrededores o desde la misma ciudad. Recordaba perfectamente aquella vez en la que muchos de los habitantes insistían en quemar a unos chicos que intentaron robar en el pequeño mercado. Al final, no supo realmente el destino de ellos, pero prefirió no tocar el tema en casa.

Su madre no era alguien a quien le gustará hablar de esas cosas. Y su padre... Realmente tampoco le importaba mucho ese tema.

Fuera de eso, su rutina podría seguir siendo la misma de no ser por el pequeño detalle de que apenas ese mes había empezado a dejar de ir a la escuela. ¿Por qué? No lo sabía. Sus hermanos también, y ellos parecían muchísimo más serios al respecto. Su padre evadía el tema cuando se lo preguntaba y hasta parecía molesto. Prefería no preguntarle a su madre, creyendo que también se molestaría.

Pero, ¿a quién engañaba? Su madre era la persona más paciente y comprensiva que conocía. ¿Por qué no se lo había preguntado a ella antes? Ahora mismo, ella había ido hacia la ciudad y no volvería hasta dentro de siete días. Bueno, podría esperarla.

Un movimiento fuerte entre los campos de arroz lo sacó de sus pensamientos. Le puso más atención al lugar, creyendo ver como algo se abría pasó entre las plantas.

Ahí estaba.

Un pequeño zorro saltaba colina arriba, seguramente persiguiendo a alguna avecilla por allí.

Se dejó caer hacia el pasto, recogió sus pequeños baldes y corrió de nuevo a casa.

¿La emoción? El zorro. Su madre siempre le hablaba de criaturas fantásticas y, entre ellas, estaba un zorro.

--Tener un zorro en un campo de arroz es buena suerte. Un dios está cuidando allí.

Podía decirle a su madre que tenían buena suerte cuando ella regresaste de la ciudad ese fin de semana.

.         .         .

"El mundo no me odia, ¿verdad? La vida no es cruel solamente conmigo... "

Se arrinconó un poco más.

"También hay más personas allá afuera..."

Trataba de levantarse de donde estaba, pero no podía. No se sentía capaz.

"Otras personas también sufren... No soy el único."

Un último golpe con la correa, los tres niños lloraban. El hombre gritaba para que le dijeran donde estaba él.

Cubrió su boca, intentando que su respiración no se escuchase. Retrocedió un poco, cerró los ojos con fuerza.

"Mi vida no es cruel..."

Se repetía esto en su mente, una y otra vez. Trataba que se quedara en su cabeza de alguna manera. La voz de su madre diciéndole aquello... Buscaba cualquier cosa para calmarse.

Vio a sus hermanos desde su pequeño escondite. Recordó las múltiples veces que escuchó aquello.

"Deben cuidarse entre ustedes."

Eso le dolió. ¿Estaba siendo egoísta? ¿Cobarde? ¿Se quedaba allí mientras ellos sufrían?

Vio la sombra del hombre alzar esta vez lo que parecía una botella de vidrio.

Salió por impulso. Sus pies se tensaron y todo su cuerpo comenzó a temblar mientras caminaba, haciendo un esfuerzo por no caerse mientras tambaleaba un poco.

--Papá...

No supo en qué momento el golpe fue hacia él. Tan sólo escuchó el vidrio romperse y de un momento a otro su propio cuerpo golpeando el suelo. El shock lo hizo tardar bastante en reaccionar, pero definitivamente seguía incapaz de moverse.

Tirones de cabello, más golpes e incluso patadas antes de que directamente los enviase a dormir a aquella habitación que él y sus hermanos compartían. Su boca aún tenía el sabor a su propia sangre incluso después de lavarse los dientes.

En el espejo, simplemente se vio despeinado y con los labios partidos, poco hinchado de un lado. Él mismo se veía los múltiples moretones en los brazos y estaba seguro de que, a juzgar por el escozor de su espalda, probablemente estaba demasiado enrojecida. El agua fría le había hecho peor la sensación, pero al menos los golpes ya no ardían como al principio.

Nadie se dirigió palabra alguna. Cada uno se arrinconó por su lado y nadie dijo nada el resto de la noche.

Fue inútil salir. De todas formas, no hizo nada más que llorar por los golpes que recibió. Sus ojos aún estaban irritados.

Quería llorar. Quería, pero no podía.

Llorar no le traería nada bueno en ese momento. Su llanto haría que su padre fuera hasta allí y definitivamente no quería más golpes. Sus hermanos seguro se molestaría por ello, pues no dudaba que también los golpease igual a juzgar por lo de hace un momento.

Y de todas formas, si lloraba, ¿quién iba a ayudarle?

Se resignó a quedarse allí, golpeando ligeramente su cabeza contra la pared de madera hasta sentirse completamente mareado. Al menos pudo dormir ese día y encontró un método rápido.

𝕊𝕖𝕝𝕗: 𝕋𝕠𝕜𝕖𝕚 𝕆𝕙𝕒𝕣𝕒  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora