El Perro Que Quería

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Desde pequeña, he tenido cierta fascinación por los animales. Los amaba a todos, sin excepción y tener mascotas era algo que me entusiasmaba mucho. Llegué a tener peces y eran preciosos; pero yo era una niña hiperactiva y no podía llevar a los pobres peces al parque, ¿verdad?
Fue así como, después de insistir por años, logré convencer a mis padres para que me dejaran tener un perrito.

Estaba tan emocionada que, cada día, imaginaba un escenario diferente con mi próximo "mejor amigo". Nos veía corriendo juntos por la banqueta, jugando con pelotas, tomando baños juntos e incluso había pensado en un nombre. Mi ilusión fue creciendo día a día, hasta que llegó el momento de visitar el albergue.

Éste era un pequeño establecimiento cerca de casa, donde solían llevar a los perros y gatos sin hogar. Recuerdo que tenían 10 jaulas y únicamente cinco estaban ocupadas, tres de ellas con gatos y las dos restantes con perritos. Me acerqué a observarlos. El primero era blanco con manchas café que cubrían todo su cuerpo y su cara, como si tuviera pecas. Recuerdo que me pareció muy curioso, pero demasiado viejo para las horas de juego que tenía planeadas en mi cabeza. Pasé entonces al segundo. Era más pequeño y joven. Su pelaje era negro y corto y sus ojos, también negros, eran como perderse en una vacía y profunda oscuridad.
Algo en mí se paralizó por un momento.

Ahí estaba él, sentado al fondo de su jaula. Y me miraba. Me miraba sin emoción alguna, ni cambio en su postura. No había sonido, ni pasaba el tiempo.

De repente, papá puso su mano sobre mi hombro.

- ¿Qué te parece si esperamos unos meses más? Tal vez entonces tendrán nuevos perritos.

Volví en mí. Sentí las palabras de papá como un golpe directo en el pecho. No quería tener que esperar por meses. ¿Y qué tal si para entonces no conseguían cachorros nuevos? No quería un gato. ¿Y qué tal si espero por años y nunca logro tener un perro?
La idea comenzó a desesperarme de sobremanera.

- No. Ya lo decidí, quiero al cachorrito negro.

Mis padres se miraron entre ellos por un breve momento. Mamá se agachó hasta quedar a mi altura. Miró al perrito en la jaula y luego se giró hacia mí, con la sonrisa amable que la caracterizaba. Me preguntó una última vez si estaba segura y yo asentí firmemente.

Mientras mis padres se encargaron del papeleo, volví a observar a mi nuevo perrito.
"Está nervioso porque no me conoce", pensé.
Por supuesto, era normal: el cachorrito frente a mí solía vivir en la calle, así que no estaba acostumbrado a una tener una familia. Decidí entonces que sería todo lo que había soñado e, imitando a mamá, le sonreí de la manera más amistosa que pude.

- ¡Ahora tienes un hogar, Bozo!

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