—Estoy bien, abuela —repitió Rosalie al teléfono, rodando los ojos por tercera vez—. Y no, aun no quiero regresar a Londres.
—¿Has continuado tu entrenamiento? —preguntó nuevamente con su habitual tono seco.
Imogen Herondale no era la persona más cariñosa del mundo, pero era su abuela y su única familia.
A Rosalie nunca le faltó nada, su abuela se encargó de darle la mejor educación y tendía a cumplir cada uno de sus caprichos aunque ninguno que pasara los límites.
Le dio su primera espada, su primer caballo y su primer violín. Le enseñó a tocar el piano y le obsequió los más maravillosos libros antes de dejarla entrar a la biblioteca con la condición de no tocar los libros de la última estantería, a los que tuvo acceso al cumplir la mayoría de edad.
No puede negar que Imogen Herondale era una mujer dura y aplica las leyes al pie de la letra desde que se convirtió en Inquisidora, es justa con ellas y le ha enseñado a respetarlas de igual manera, aunque eso no significa que Rosalie esté de acuerdo con todas.
Pero también es amable y puede llegar a ser cariñosa algunas veces, al menos con la pelinegra, y es suficiente saber que ella la ama igual que Rosalie la amaba a ella. Después de todo, ha sido su madre también.
—Lo he hecho —respondió, jugando con un mechón de cabello—. También he dormido a mis horas, me alimento tres veces al día...
—No uses ese tono conmigo, Rosalie —reprendió ella y Rosalie apretó los labios antes de mirar sobre su hombro cuando la puerta fue abierta—. Solo me aseguro de que cumplas con tus responsabilidades.
—Lo sé —dijo mirando a Alexander, que curioseaba entre las estanterías.
—Supe que hubo actividad demoniaca en la ciudad, espero que hayan hecho las cosas bien —advirtió y la chica asintió aunque no podía verla.
—Al pie de la letra —dijo sin mencionar el problema que resultó el encuentro con la mundi pelirroja que por poco causa un desastre.
—Bien —sonaba complacida antes de que su tono se volviera firme—. Te llamaré en unos días, debo resolver unos asuntos.
—Está bien... te quiero, abuela —se despidió sabiendo que no tendría respuesta y segundos después, la línea quedó en silencio.
—¿Cómo está tu abuela? —preguntó Alec colocándose a una distancia prudencial de ella.
Aprendieron que tras de hablar con la Inquisidora Herondale, Rosalie podía estar de buen humor o de uno pésimo, así que tendían a no cruzarse con ella hasta luego de unas horas, pero esta vez Alec rompió ese acuerdo silencioso que tenían.
—Ocupada —respondió ella con simplicidad y se recargó contra el escritorio para mirarlo de frente. Alec casi suspira de alivio al escucharla hablar con tranquilidad—. ¿Me buscabas para algo?
—Me preguntaba si sabes en dónde está Jace —respondió frunciendo ligeramente el ceño—. No lo he visto desde el desayuno.
—Bueno, no se presentó a nuestra cita de entrenamiento tampoco —dijo encogiéndose de hombros—. Una lástima, pero aproveché para hacer una visita a la sala de música.
—Te escuché —comentó Alec sonriendo ligeramente y luego negó con la cabeza—. No contesta su teléfono.
—Puedo ayudarte a buscarlo —sugirió Rosalie, aunque lo haría de todas maneras. Jace era impredecible y tendía a meterse en problemas.
—Gracias —dijo y ella le sonrió antes de seguirlo fuera de la biblioteca.
Alexander Lightwood era todo lo que la abuela de Rosalie consideraba correcto: educado, buen guerrero y obedece sin rechistar. Ella nunca lo ha visto negarse a las órdenes de sus padres o de Hodge Starkweather. Tal vez por ello a Rosalie no le agradó de inmediato.