~Shiratorizawa~

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 Esto sucedió hace ya varias siglos atrás, cuando las luciérnagas aún existían. Al igual que había sucedido con otros animales, la gente encontró en aquellos diminutos seres vivos, la cura para un sinnúmero de males que aquejaban a la población. No fue de extrañarse que pronto, un puñado de estos insectos se cotizara en sumas lo bastante cuantiosas como para no tener que trabajar durante una larga temporada.

Los hombres del campo, que eran los más adiestrados en la captura de luciérnagas, se adentraban cada vez más en la espesura de la montaña; otros más astutos, como Ushijima, sabían que la población de luciérnagas comenzaría a replegarse hacia los pantanos de Shiratorizawa, durante el verano.

Armado con un par de redes de bambú y varios frascos de vidrio vacíos, se puso en marcha hacia los pantanos cuando la tarde caía. A diferencia de los otros hombres del pueblo, que solían realizar aquellas expediciones nocturnas en cuadrillas, Ushijima trabajaba solo. La zona que frecuentaba era tenida como un nido de demonios y fantasmas, de modo que nadie era aún lo suficientemente ambicioso como para arriesgar su vida en aquel lugar.

Ushijima no creía en apariciones ni supercherías y quizás ese escepticismo, era el que le ayudaba a mantener la calma en un sitio desprovisto de toda luz natural, en el que el sonido de los animales e insectos nocturnos parecían una vigilia constante a su alrededor.

Cuando los frascos estuvieron llenos y éstos emanaban una tenue luz, lo suficientemente fuerte como para alumbrar su camino de regreso, Ushijima comenzó a andar por el sendero que había llegado cuando de pronto, el ruido de ramas rompiéndose, lo hizo dar un paso hacia atrás.

Ayudándose del mango de la red con la que atrapaba a los insectos, golpeo el arbusto frente a sí y un nítido quejido emanó del mismo. Para sorpresa de Ushijima, de atrás del arbusto emergió un pequeño niño de cabellos rojizos, que sujetaba su frente, notoriamente adolorido por el golpe que le había dado.

—¿Qué hacías ahí escondido? —Cuestionó el hombre con seriedad—. Este no es lugar para un niño.

Pero el chico parecía más preocupado por la hinchazón en su frente, que por los regaños del hombre. A pesar del interrogatorio de Ushijima, quien comenzó a creer que el chico seguramente se había extraviado, intentó sujetarlo del brazo para sacarlos de ahí, pero el niño retrocedió de inmediato. Entonces lo escuchó exclamar un quejido antes de arrodillarse en el suelo y comenzar a llorar lastimeramente. Ushijima aluzó con el frasco de luciérnagas y entonces observó en el suelo un huevo roto. Con el golpe, seguramente el niño había dejado caer el huevo y ahora éste no era más que una fea mancha en la tierra.

— Fue un accidente — fue todo lo que el mayor pudo decir—. Ya no hay nada que podamos hacer.

El niño continuó llorando desconsoladamente y Ushijima, en su inexperiencia, no supo que hacer para amainar su llanto, más que rebuscar en sus bolsillos hasta encontrar un caramelo de naranja que había sobrevivido al almuerzo. Como era de esperarse, el niño acepto el obsequio y un poco más tranquilo, accedió a caminar al lado de Ushijima.

—¿Cómo te llamas? —cuestionó Ushijima.

El niño, se llevó una mano a la garganta y negó levemente. El hombre comprendió entonces que el niño era incapaz de hablar. Ushijima alargó la mano y recogió una ramita, con la que escribió su nombre sobre la tierra. El niño lo observó y tras quitarle la ramita de la mano, lo imitó.

—¿Satori?— preguntó Ushijima tras leer el ideograma, a lo que el niño asintió repetidas veces.

Más tarde cuando lo invitó a ir con él para mostrarle el camino, Satori se dio media vuelta y señaló la montaña. Ushijima estaba a punto de explicarle que no había casas en esa dirección, cuando al girar la vista, el niño se había esfumado.

Así pasaron las semanas y Ushijima se topaba con Satori ocasionalmente en su trayecto hacia el pantano, creyendo aún que se trataba de alguien que vivía por la zona. Fueron estos breves encuentros los que le dieron una somera idea de lo que era Satori en realidad; Generalmente, el chico se encargaba de devolver huevos y polluelos a sus nidos, también se aseguraba -con ayuda de una simple rama- de hacer crecer la hierba nuevamente en los senderos que los hombres habrían para darse paso montaña arriba. En una ocasión, Ushijima lo observó agitar su vara de manera circular en el agua y la espuma que se generaba, cobraba forma de peces que de inmediato se evaporaban en el aire, para dar paso a una ligera brisa. Satori también se encargaba de cuidar a las luciérnagas, haciendo crecer maleza y troncos secos alrededor de donde se encontraban las larvas, para que los hombres no las vieran tan fácilmente. Otros días lo veía sentado en la copa de algún árbol, con las libélulas pululando a su alrededor, como si se tratase de pequeños mensajeros que le susurraban secretos al oído. Satori era un espíritu del bosque, y de no ser por todo lo que le había visto hacer, Ushijima jamás habría creído esto.

Así pasaron los meses y Ushijima, por respeto a Satori y al bosque, prefirió dedicar el resto de sus años a labrar la tierra, como la mayoría de los hombres del pueblo. Años más tarde, cuando el médico le aseguró a Ushijima que no había cura para su padecimiento, regresó al pantano una noche de verano. Ahí estaba Satori, sentado sobre un montículo de piedras imitando el sonido de los grillos con sus silbidos.

Estoy enfermo —le comunicó al niño, un rato más tarde—. Ya no puedo venir a visitarte.

Satori señaló el camino, moviendo sus dedos como si de un par de piernas en miniatura se tratara. Ushijima negó levemente. No era la falta de caminos lo que le impediría regresar a ese sitio.

—Los humanos morimos —le dijo Ushijima, aunque quizás esa no era una gran revelación para alguien que sospechaba, había estado ahí muchísimo más tiempo que la civilización misma—. Se acerca mi turno y no quería marcharme sin verte una vez más.

Satori lo observó, con esos profundos ojos rojizos que parecían querer escudriñar en su alma. Ushijima observó a su viejo amigo, preguntándose qué sería de él cuando ya no estuviera, a dónde iría cuando el insaciable monstruo de la urbanidad, que de a poco se aproximaban al pueblo, reclamara aquellos pantanos como propios.

Durante todos esos años, Ushijima jamás se había atrevido a tocarlo y el chico, parecía rehuir a su tacto por temor a que algo ocurriese. Pero esa noche Satori puso una mano sobre su mejilla y en el acto, Ushijima sintió en el cuerpo una calidez semejante a la de los días de verano. La pesadez en su pecho se esfumó, el dolor en sus huesos también.

Mucha gente dijo que Ushijima se había marchado del pueblo buscando la cura a su padecimiento, otros más, aseguraban que alguna de las criaturas del pantano lo había castigado por su insolencia, maldiciéndolo con aquella enfermedad. Solamente unos cuantos desafortunados, que eran pillados por el anochecer cuando regresaban al pueblo, aseguraban que en el camino, se habían cruzado con un niño de cabellos rojizos como granada, quien se paseaba por los senderos de la montaña, con una enorme águila blanca posada en su hombro.


 
 

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