Capítulo 1

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Feo. Tonto. Infantil. Idiota. Estúpido. Cada insulto me hacía más y más daño. Una hilera de ellos que eran lanzados hacia mí fuese a donde fuese. Como un poquito de materia que yo absorbía y hacía mi camino más cansado y difícil.

Así que ahí me veías. Salía de casa: insultos. En la calle: insultos. En el instituto: insultos y golpes. Mi situación era el peor caso expedientado por el psicólogo de turno. Y nadie hacía nada. Tan solo sobrevivía como podía.

Estaba solo. Nadie se me acercaba, porque ser visto con el raro es la mayor vergüenza del mundo. Automáticamente eras el o la raro/rara. Así que siempre iba solo. Sentado siempre solo, al fondo, evadido en un mundo de ilusión.

*        *        *        *

Salí de casa como siempre. Vaqueros ajustados negros, sudadera ancha azul, un gorro de lana, y unas vans azules. Caminaba a las siete y media de la mañana por la acera, rápido, con ganas de llegar pronto al instituto, mi mayor miedo. Y solo iba rápido porque también tengo miedo de la calle. El instituto es un lugar cerrado; lo que allí pasa, allí se queda.

Se acercaban las ocho, y de igual modo yo al instituto. Quedaban unos metros antes de entrar. A penas si había gente. Sinceramente, lo prefería. Pasé por la puerta principal; vacío, mejor. Me acerqué a las taquillas para sacar los libros de química e inglés. Justo terminaba de guardar todo y cerrar, cuando un puño llegaba a mi estómago como un rayo en noche de tormenta: fuerte y veloz. Me retorcí de dolor en el suelo, todavía tenía moratones de la semana pasada. No solté lágrimas, pero sí gemidos de dolor. El bruto capitán del equipo de fútbol y su séquito de tontos se reían de mí; eso era lo peor, las risas. Sin embargo, como siempre, me levanté lentamente como pude, apoyándome en las taquillas, con un brazo alrededor de mi abdomen. Recogí mis cosas y caminé, de nuevo solo, hasta mi clase.

Al llegar, nadie otra vez. Pasé mesa por mesa hasta llegar al fondo del aula. "La Zona Marginal" le llamaban. Solo los excluidos se sentaban ahí. Bueno, los no, solo yo. Apoyé mis brazos sobre la mesa y me dispuse a esperar. Mis compañeros llegaban de a poco. Ninguno me prestaba atención, para mi suerte. Una vez estuvimos todos, y el profesor hubo entrado, comenzó la aburrida clase de química.

*        *        *        *

Tras una hora de constantes explicaciones sobre reacciones químicas, recogí mis cosas y pasé rápido al aula de inglés. Hoy era día de película, para "mejorar" la pronunciación. La mayoría se dormía en clase. Daba igual atender o no, al menos en mi caso. He estudiado inglés desde que tengo memoria, y he vivido en Londres varios años.

Así que tomé una hoja de papel en blanco y empecé a dibujar todo aquello que mi mente imaginaba. Movía el bolígrafo de tinta azul marcando patrones de líneas finas y suaves. Poco a poco la figura tomaba forma de tigre. Un tigre azul, símbolo de libertad, respeto y astucia; parecía intimidante. Pero a la vez tranquilo, apaciguado. Se asemejaba a otros animales que había dibujado: todos eran representación de anhelos propios. Eran mi máximo deseo.

El tiempo pasó rápido, el timbre sonó y todos salimos. Pasé por la taquilla de nuevo, esta vez para dejar mi mochila y coger la bolsa de deporte: tocaba gimnasia. Odiaba esa asignatura. Cerré la taquilla y me puse en marcha. Me entrometí otra vez en mis pensamientos. Ni siquiera hacía falta poner atención al camino; tanto lo odiaba que lo aprendí como autómata. Así es que emprendí mi camino hacia el gimnasio. Bajé las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Siguiente, girar a mano derecha, y seguir cien metros en recto. Eran diez puertas las que quedaban detrás a la izquierda: ocho aulas, la salida al otro edificio y el cuarto del conserje. Aula 34... aula 35... aula 36... y así todas, hasta llegar a la salida y al pequeño cuartucho.

Justo antes de intentar abrir la puerta del gimnasio, una mano tiró fuerte de mi mochila. Al notar cómo entraba en el cuartucho, cerré los ojos instantáneamente. Seguro sería para amenazarme, pegarme o insultarme.

Una vez dentro, sentí como algo me rodeaba. Un par de brazos me agarraban fuerte, lastimando mi doliente abdomen. Abrí los ojos pero no sirvió de nada; la luz estaba apagada. Noté una respiración suave y constante en mi nuca. Empecé a hiperventilar, esa situación tranquila no hacía más que darme escalofríos. Supe, por el contacto pecho-espalda, que era un chico; alto, fuerte. Mantuvimos la posición por cinco minutos; ya no llegaría a gimnasia. La verdad es que se sentía bien, algo extraño, pero correcto.

-Lo siento- pronunció con una voz grave, pero suave.

No entendía por qué esta persona se disculpaba. Además, ¿qué sentía?

-Pronto cambiará todo- dijo, justo antes de terminar su abrazo y salir corriendo del cuarto del conserje.

Quedé en shock. ¿Qué había pasado?

Recuerdos de un pijama rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora