I.

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    El golpeteo metálico de las ruedas del ya cuarto expreso tomado contra los viejos rieles era lo único que, por el momento, ocupaba la mente de Aleksandra. Su reflejo en el cristal de la ventana le dejaba ver una marca rojiza en su cuello, y su cabello, de un color rubio oscuro se encontraba un poco fuera de lugar, a decir verdad se le podía ver un poco desaliñada, pero solo le bastó con acomodarse el cabello con naturalidad y  cubrir con este la marca de su cuello —que de seguro le dejaría una cicatriz—, para volver a su radiante aspecto habitual. Con un leve movimiento de cabeza, y una sutil mirada, echó un vistazo a su alrededor, y notó que había varias personas en su mismo vagón, pero nadie sentado a su lado, cosa que a decir verdad le fascinaba, prefería viajar sin la molesta compañía de un extraño, o al menos así pensaba ella. Volvió a fijar la vista en la ventana, aunque no había nada demasiado interesante que ver, , solo fugaces árboles que no podía divisar nada bien debido a la velocidad con la que avanzaba el expreso, pero aún así, no apartó la mirada de estos, aunque a simple vista se podía notar que aunque sus ojos parecían estar fijos en las borrosas sombras de aquellos árboles, su mente se hallaba en un lugar totalmente distinto, se encontraba en su propio mundo de ideas y no parecía querer salir pronto.

    El sonido chirriante de las ruedas y un fuerte empujón era el aviso que se necesitaba para notar que el tren, tras varias horas de viaje, se había detenido al fin. Con un sonoro suspiro, Aleksandra dejó sus pensamientos a un lado y levantó la mirada para lograr divisar a un hombre claramente más alto que ella, con sus ojos enmarcados tras unos finos lentes y elegantemente vestido, el cual subía al tren y se aproximaba a ella sin siquiera mirarla; Aleksandra se levantó de su asiento dejando en este un sobre y caminó hacia el hombre con el cual, sin siquiera tocarse o dedicarse una mirada intercambiaron un fino trozo de papel el cual, contenía algo escrito.

    Aleksandra bajó del tren, no sin antes ver por última vez al hombre sentarse tranquilamente en el que había sido su asiento, y guardar en su abrigo el misterioso sobre.

    Al pisar fuera de la calidez de aquel vagón, una repentina ráfaga de viento golpeó el rostro de la chica, y sin darle tiempo a reaccionar, una gran cantidad de hojas secas nubló su vista y la de muchos otros pasajeros que bajaban junto a ella. Realmente se podía sentir como hacía un frío que amenazaba con nevar — a pesar de que aún no estaban en estas épocas— aunque esto no le molestó demasiado, en cierto modo ya estaba acostumbrada a este tipo de climas.

    Una vez salió de la estación, caminó con las manos dentro de los bolsillos de su abrigo, observando todo a su alrededor con notoria cautela, se podría decir que Aleksandra era el tipo de persona que desconfiaba de todo y de todos.

    Aleksandra se detuvo y se dió vuelta para ver a la inquietante multitud de personas que salían de la estación a sus espaldas; podía sentir como alguien la seguía con la mirada, los observó a todos casi con recelo a pesar de sus apariencias tranquilas: una mujer con un niño, un hombre alto de cabello castaño, un hombre pelirrojo tras un periódico, una elegante pareja, todos muy distintos, pero aun así no logró reconocer a nadie entre esta multitud, aunque para ella todos seguían siendo tan inocentes pero tan culpables a la vez.

    La multitud se dispersó en cuestión de minutos y aunque quedaban ya pocas personas en la estación—todos probablemente ocupados en sus propios asuntos—, Aleksandra aún se sentía observada, pero estaba exhausta y tenía demasiadas cosas que hacer como para preocuparse de un curioso observándola tras la gente, así que decidió creer que solo era paranoia, y con un movimiento de cabeza exhaló un fuerte suspiro y siguió con su camino intentando aparentar seguridad y firmeza a cada paso que daba.

    Casi media hora más tarde, después de tanto caminar solitaria en aquel frío clima, gracias a toda la precaución con la que trataba aquel asunto, al fin se encontró frente al lugar cuya dirección estaba escrita en el papel que le había entregado aquel hombre: era una pequeña cantina bien iluminada, algo rústica pero de cierto modo encantadora, de la cual salía música alegre y estruendosas risas. Aleksandra se tomó un segundo para prepararse mentalmente y se adentró en el lugar a paso decidido, el cual, estaba lleno de lo que parecían ser militares de las potencias del eje,  todos claramente muy ebrios. Recuperándose del frío, Aleksandra cruzó la gran habitación mientras sentía como algunas miradas se posaban en ella y, algunas otras ni siquiera desperdiciaban su tiempo en notar su existencia.

    Con aire severo se sentó en la barra pidiendo así una bebida algo fuerte para intentar calmar sus poco notorios nervios, los cuales estaban a punto de salir a la luz y tal vez la haría retractarse y huir de todo lo que se avecinaba, pero antes de que siquiera esta fuese preparada, Aleksandra sintió como una gran mano —Claramente varonil— se posaba sobre su hombro, antes de girarse, esperó a que el hombre hablará para así, intentar identificar su voz, pero eso no ocurrió, ambos guardaron silencio, dejando la tensión crecer y estuvieron así durante unos pocos segundos hasta que parte de la tensión fue rota por el suave sonido del vaso siendo dejado sobre la mesa.

Crónicas del amor y la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora