CICLO

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Había una vez, en todos lados y en ninguno, un ente más allá de la existencia que sólo tenía un propósito, ir a buscar a aquellas personas cuya vida llegaba a su fin, hacerles compañía durante su último aliento, y guiarles hasta su próximo destino.

Este ente, La Muerte, estaba triste, ya que todo lo que tocaba moría. Estaba afligida, ya que su sola presencia significaba el fin para los demás seres vivos. Su sola presencia traía terror a quienes visitaba, y no podía evitar sentir culpa por ello. Creía que ella era la causa de la consumación de aquellas vidas. Se sentía impotente ante la inevitabilidad de los hechos.

Una vez tuvo que visitar a una señora con una enfermedad terminal, y al momento de llevársela, apareció su dulce hija corriendo alegremente.

—¡Mami, mami! —aclamaba la dulce niña—. ¡Te hice un gorro! ¡Mirá mami, te hice un gorro para que te cuide del frío!

Cuando la niña cruzó la puerta, no podía ver al ser que había ido a quitarle a su madre, pero sí podía verla a ella sin vida sobre su cama. Esto rompió el corazón de La Muerte, que sólo estaba cumpliendo con su trabajo, mientras debía abandonar a esa pobre niña que no hacía más que llorar desgarradoramente. ¿Pero qué podía hacer ella, que sólo estaba cumpliendo con su propósito? Un cruel propósito al que estaba ligada por la eternidad. ¿Por qué estaba condenada a tal destino? ¿Quién la puso en esa posición? No lo sabía.

No le quedaba más que continuar con su labor, odiándolo cada vez más, cuestionándose todo.

Un día gris y lluvioso se encontró a un perro cachorro en un sucio callejón.

—¿Qué haces solo en este lugar? —le preguntó La Muerte— ¿Estás esperando a tu dueño? No creo que vuelva, pero si querés podés venir conmigo, me haría bien algo de compañía.

El pequeño cachorrito aceptó ser su compañero sin cuestionárselo mucho, acababa de elegir a un nuevo amo al cual seguir. La Muerte, por su lado, estaba enfadada por el destino de su pobre nuevo compañero, por la crueldad del mundo que debía custodiar, por la humanidad por la que debía velar. Y entonces, continuaron juntos con su misión.

La Muerte tenía un nuevo encargo, una mujer estaba dando a luz en un hospital, pero el parto se había complicado. El marido y las doctoras estaban desolados ante la situación, el bebé no nacía, y la madre estaba perdiendo sus energías y la batalla. La Muerte se quedó parada frente a la camilla durante un buen rato, contemplando a la mujer mientras las agujas del reloj marcaban el paso de las horas, tic-tac, tic-tac, tic-tac... y el bebé seguía sin nacer. El tiempo de vida de la madre se acababa, su reloj interno estaba llegando a su fin, su llama se apagaba. La Muerte no pudo evitar sentirse triste, creía injusta ésta situación. Entonces miró a su fiel compañero y tomó una decisión, intervenir, desafiar las reglas de su trabajo. Le dio a la madre algo más de tiempo, avivó la llama para que tuviera la fuerza suficiente para un último esfuerzo, una última oportunidad. Tic-tac, tic-tac, tic-tac... el tiempo pasó, y la madre lo logró, el bebé pudo nacer, sano y salvo. Las enfermeras se alegraban y el padre estaba desbordante de felicidad mientras miraba a su esposa completamente agotada con su hijo en brazos. Hasta que la vio cerrar sus ojos para siempre. La joven madre había muerto con una sonrisa en su rostro.

La misión de La Muerte había terminado, con la cabeza gacha y deprimida, era hora de irse. Pero para su enorme sorpresa, el alma de la joven recién fallecida se manifestó ante ella para agradecerle.

—Gracias... —le dijo sonriendo.

Ella había muerto, pero su hijo pudo nacer. Por primera vez en mucho tiempo, en algún punto de la eternidad, La Muerte estaba feliz, feliz porque había ayudado a crear vida, en vez de quitarla.

Por un largo período de alegría y nostalgia, La Muerte dejó de cuestionarse su propósito y quién se lo dio. Había recordado aquello que había olvidado, que todo es parte de un ciclo: la vida y la muerte. Y que ella era una pieza fundamental de aquel ciclo.

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⏰ Última actualización: Feb 11, 2021 ⏰

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