Capítulo 1Y en tu nueva apariencia mortal
Has de seguir cuarenta y dos horas.Siena, 1340
¡Ay, eran presa de la fortuna!
Llevaba tres días de camino, jugando al escondite con el desastre y
alimentándose de un pan duro como una piedra. Por fin, ese día, el más
caluroso y aciago del verano, estaban tan cerca de su destina que fray Lorenzo pudo divisar
las torres de Siena brotando embelesadoras en el horizonte. Allí, por desgracia, era donde su
rosario perdía todo su poder protector.
Sentado en su carreta, bamboleándose agotado tras su seis compañeros de viaje a caballo –
todos monjes como él—, el joven fraile ya había empezado a imaginar el chisporroteo de la
carne asada y el efecto balsámico del vino que los esperaban en su destino cuando una
docena de siniestros jinetes salieron al galope de un viñedo entre una nube de polvo y
rodearon al pequeño grupo con las espadas en ristre, cortándoles el paso en todas la
direcciones.
— ¡Saludos, forasteros! —bramó el capitán, desdentado y mugriento pero espléndidamente
vestido, sin duda con las ropas de victimas anteriores—. ¿Quién osa invadir las tierras de los
Salimbeni?
Fray Lorenzo tiró de las riendas para detener a los caballos, mientras que sus compañeros
de viaje hacían lo posible por situarse entre la carreta y los bandidos.
— Como podéis ver, noble amigo, somos humildes hermanos de Florencia —contestó el
monje de mayor edad, mostrando como prueba su cogulla de burdo paño.
— Ajá. —Frunciendo los ojos, el cabecilla de los bandoleros miró a los supuestos monjes
hasta que su vista se posó en el rostro aterrado de fray Lorenzo—. ¿Qué tesoro ocultáis en la
carreta?
— Ya hemos pagado cinco peajes a los Salimbeni.
— Este camino pertenece a los Salimbeni —señaló el capitán, subrayando sus palabras con
la espada, una señal para que sus compañeros se acercaran—. Si queréis usarlo, debéis
pagar un peaje. Por vuestra seguridad.
— Nada de valor —respondió el mismo monje, haciendo recular un poco a su caballo para
cerrar aún más el acceso del bandido a la carreta—. Dejadnos pasar, por favor. Somos
hombres de Dios y no representamos amenaza alguna para los vuestros.
El bandido se encogió de hombros.
— La protección sale cara.
— Pero ¿Quién iba a atacar a un puñado de hombres santos camino a Roma? —arguyó el
otro con persistente calma.
— ¿Quién? ¡Los despreciables perros de los Tolomei! —Como refuerzo de sus palabras, el
capitán escupió dos veces en el suelo, y sus hombres no tardaron en hacer lo mismo—. ¡Esos
bastardos ladrones, violadores y asesinos!
— Por eso mismo, preferiríamos llegar a Siena antes de que anochezca —observó el monje.
— No está lejos —replicó el bandido señalando con la cabeza—, pero las puertas se cierran
temprano ahora, por las graves intromisiones de los perros de Tolomei en la vida de la gente
buena e industriosa de Siena y en particular, debo añadir, de la distinguida y benevolente
casa de Salimbeni, a la que representa mi noble señor.
La banda recibió con gruñidos de apoyo el discurso de su capitán.
— De modo que, como bien podéis apreciar —prosiguió—, gobernamos, con toda humildad,
eso sí, éste y casi todos los caminos de las inmediaciones de esta digna república (de la
Siena, claro está), por lo que os aconsejo encarecidamente, de amigo a amigo, que paguéis
ya el peaje para poder continuar viaje y colaros en la ciudad antes de que ésta cierre sus
puertas, momento a partir del cual los viajeros indefensos como vos son presa de las bandas
de malandrines de los Tolomei, que, después de oscurecido, salen a asaltar y a otras cosas
que está feo mentar en presencia de hombres santos.
Cuando el bandido concluyó su discurso se hizo el silencio. Agazapado en la carreta tras su
compañeros, sosteniendo apenas las riendas, fray Lorenzo notó que el corazón le daba botes
en el pecho, como buscando un lugar donde esconderse y, por un instante, creyó que iba a
desmayarse. Había sido uno de esos días de sol abrasador sin una brizna de aire que le
recordaban a uno los horrores del infierno. Para colmo, se habían quedado sin agua
hacía ya muchas horas. Si fray Lorenzo hubiese estado a cargo de la bolsa, habría pagado
gustoso a los bandidos con tal de poder seguir adelante.
— Muy bien, ¿Cuánto pedís a cambio de vuestra protección? —inquirió el monje superior,
como si hubiera oído la súplica silenciosa de fray Lorenzo.
— Depende —sonrió el bandido—. ¿Qué lleváis en la carreta y qué valor tiene para vos?
— Llevamos un ataúd, noble amigo, con el cadáver de una víctima de una terrible plaga.
Al oírlo, los bandidos retrocedieron, pero su capitán no era tan fácil de disuadir.
—¿Ordenado? —bramó el capitán—. ¿Desde cuándo reciben órdenes unos humildes
monjes? ¿Y desde cuándo —hizo una pausa de efecto y esbozó una mueca de satisfacción—
montan caballos criados en Lipica?
—¡No os aconsejo! —advirtió el monje—. La caja debe permanecer cerrada; así nos lo han
ordenado.
— Bueno —dijo con una sonrisa aún mayor—, veámoslo entonces.
En el silencio que siguió aquellas palabras, fray Lorenzo sintió que su fortaleza se
desplomaba como un yunque hasta el fondo de su alma, amenazándolo con escapársele por
el extremo opuesto.
—¡Fijaos en eso! —prosiguió el bandido, sobre todo por divertir a los suyos—. ¿Cuándo se
ha visto a un humilde monje con tan espléndido calzado? Eso... —señaló con la espada las
ajadas sandalias de fray Lorenzo— es lo que deberíais llevar todos, mis descuidados amigos,
para evitar el gravamen. Por lo que veo, aquí el único hermano humilde es el mudo de la
carreta; en cuanto a los demás, me apuesto las pelotas a que servían a algún generoso
patrón, no a Dios, y estoy seguro que el valor de ese ataúd, para él, supera con creces los
cinco miserables florines que voy a cobraros por dejaros pasar.
—Os equivocáis si nos creéis capaces de semejante gasto —replicó el monje superior—. Dos
florines es todo cuanto podemos pagar. No dice mucho de vuestro patrón querer desvalijar a
la Iglesia con tal desproporcionada codicia.
El bandido saboreó el insulto.
—¿Codicia lo llamáis? No, mi pecado es la curiosidad. Si no me pagáis los cinco florines,
sabré lo que hacer. La carreta y el ataúd se quedan aquí, bajo mi protección, hasta que
vuestro patrón los reclame personalmente. Me muero de ganas de ver al rico bastardo que os
ha enviado.
—No protegeréis más que el hedor de la muerte.
El capitán rió con desdén.
—El olor del oro, amigo mío, sobrepasa cualquier hedor.
—Ni una montaña de oro lograría eclipsar el vuestro. —replicó el monje, dejando por fin a
un lado su humildad.
Al oír el insulto, fray Lorenzo se mordió el labio y empezó a buscar una vía de escape.
Conocía lo bastante bien a sus compañeros de viaje para predecir el resultado de aquella
disputa, y no quería verse envuelto en ella.
Al cabecilla de la banda no le impresionó la audacia de su víctima.
—¿Estáis decidido, pues, a morir bajo mi espada? —dijo ladeando la cabeza.
—Estoy decidido a cumplir mi misión —replicó el monje—, y ningún acero oxidado me
apartará de mi objetivo.
—¿Vuestra misión? —graznó el bandido—. Mirad, primos, ¡este monje cree que Dios lo ha
armado caballero!
Tengo una idea mejor —dijo, sonriendo satisfecho, el monje, y se arrancó el hábito dejando
al descubierto el uniforme que llevaba debajo—: ¿por qué no vamos a ver a mi señor
Tolomei con vuestra cabeza en una pica?
—Deshaceos de estos imbéciles y llevad los caballos y la carreta a Salimbeni...
Todos los bandoleros rieron, más o menos conscientes del motivo. Su capitán señaló con la
cabeza la carreta.
Fray Lorenzo gimió por lo bajo al ver sus temores hechos realidad. Sin más disimulo, sus
compañeros de viaje —todos ellos caballeros de Tolomei disfrazados— sacaron espadas y
dagas de debajo de los hábitos y las alforjas. El solo sonido del acero al aire hizo que los
bandoleros se replegaran atónitos, aunque solo para iniciar de inmediato, a lomos de sus
caballos, un furioso ataque frontal.
El repentino clamor hizo que los caballos de fray Lorenzo se encabritaran y emprendieran el
galope, llevándose consigo la carreta; el fraile poco pudo hacer salvo tirar de las inútiles
riendas e implorar sensatez y moderación de dos animales que jamáshabían estudiado
filosofía. Para llevar tres días de camino, tiraban de la carga con notable vigor, alejándose
del tumulto rumbo a Siena por el accidentado camino, mientras hacían gemir las ruedas y
bambolearse al ataúd, que amenazaba con caerse del carro y hacerse añicos.
Viéndose incapaz de dialogar con las bestias, fray Lorenzo buscó en el féretro un rival más
fácil. Con ambas manos y ambos pies, quiso mantenerlo firme, pero mientras se afanaba por
hallar un modo de viajar tranquilo en aquel vehículo indómito, un movimiento a su espalda le
hizo alzar la vista y percatarse de que la integridad del ataúd debía ser la menor de sus
preocupaciones.
Lo seguían al galope dos de los bandidos, Lo seguían al galope dos de los bandidos,
empecinados en recuperar su botín. A gatas, fray Lorenzo se dispuso a preparar su defensa,
pero sólo encontró un látigo y su rosario. Entonces vio con inquietud que uno de los
bandoleros daba alcance a la carreta —con el cuchillo entre las encías desdentadas— y
alargaba la mano para asirse al canto de madera. Buscando en su interior misericordioso la
rudeza necesaria, fray Lorenzo descargó el látigo sobre aquel pirata al abordaje, y lo oyó
aullar cuando el rabo de buey le abrió las carnes. Sin embargo, el malandrín tuvo bastante
con un corte y, cuando fray Lorenzo fue a atizarle de nuevo, el otro se apoderó del látigo y le
arrebató el mango de la mano. El fraile, que ya sólo podía protegerse con su rosario y el
crucifijo que llevaba al cuello, decidió arrojarle los restos del almuerzo a su adversario,
pero, a pesar de la dureza del pan, no pudo impedir que terminara abordando el vehículo.
Al ver que el monje se quedaba sin munición, el bandolero se irguió con aire triunfante,
cogió el cuchillo que llevaba en la boca y le mostró la longitud del acero a su tembloroso
blanco.
— ¡Deteneos, en nombre de Cristo! —exclamó fray Lorenzo, anteponiendo su rosario—.
¡Tengo amigos en el cielo que os harán caer muerto al instante!
— ¿Ah, sí? ¡No los veo por ninguna parte!
Entre alaridos de dolor, el hombre herido perdió el equilibrio y cayó de la carreta,
haciéndose aún más daño. Con las mejillas encendidas de emoción, la muchacha se volvió y
sonrió a fray Lorenzo, y habría salido del ataúd si él no se lo hubiese impedido.
Justo entonces se levantó la tapa del ataúd y su ocupante —una joven de cabello alborotado
y ojos llameantes con aspecto de ángel vengador— se incorporó en su interior, visiblemente
consternada. Sólo verla bastó para que el bandido soltara el cuchillo, horrorizado, y se
volviera, pálido como un muerto. Sin dudarlo un instante, el ángel se incorporó de la caja,
cogió el cuchillo y lo retornó de inmediato al cuerpo de su propietario, tan cerca de la ingle
como su rabia le permitió acertar.
— ¡No, Giulietta! —le insistió, empujándola hacia adentro—. ¡Por los clavos de Cristo,
quedaos donde estáis y guardad silencio!
Fray Lorenzo bajó la tapa sobre el rostro indignado de la joven y miró alrededor, intentando
averiguar qué había sido del otro jinete. Por desgracia, ése, más juicioso que su compañero,
no tenía intención de abordar la carreta en marcha a semejante velocidad. En cambio, se
adelantó para sujetar los arneses y detener así a los caballos, y, para angustia de fray
Lorenzo, la artimaña funcionó. Medio kilómetro más allá los caballos fueron reduciendo a
medio galope, luego al trote y finalmente se detuvieron por completo.
Sólo entonces se acercó el bandido a la carreta y, cuando lo hizo, fray Lorenzo pudo ver que
se trataba nada menos que del capitán espléndidamente vestido, que aún sonreía satisfecho y
parecía haber salido indemne de la pendencia. El sol poniente lo dotaba de un halo dorado
completamente inmerecido, y a fray Lorenzo le sorprendió el contraste entre la luminosa
belleza del campo y la absoluta brutalidad de sus moradores.
—A ver qué os parece esto, fraile —empezó el bandido con sorprendente delicadeza—: os
perdono la vida, de hecho, podéis incluso llevaros esta estupenda carreta y estos nobles
caballos, sin peajes, a cambio de la muchacha.
—Aprecio vuestra generosa oferta —replicó fray Lorenzo frunciendo los ojos al sol—, pero
he jurado proteger a esta noble dama y no puedo permitir que os la llevéis. Si lo hiciera,
ambos arderíamos en el infierno.
— ¡Bah! —El bandolero conocía bien la excusa—. Esa joven es tan dama como vos o como
yo. De hecho, ¡tengo la fuerte sospecha de que no es más que una furcia Tolomei!
Se oyó un alarido de indignación procedente del interior del ataúd y fray Lorenzo puso en
seguida el pie sobre la tapa para impedir que se abriera.
—La dama es de gran importancia para mi señor Tolomei, eso es cierto, como también lo es
que cualquier hombre que le ponga la mano encima llevará la guerra a los suyos —declaró
el fraile—. Dudo que vuestro señor, Salimbeni, desee un conflicto así.
— ¡Ah, sermones de monje! —El bandido se aproximó a la carreta, y sólo entonces se
extinguió su halo—. No me amenacéis con la guerra, frailecillo, que es lo que mejor se me
da.
—¡Os suplico que nos dejéis marchar —lo instó fray Lorenzo, alzando trémulo el rosario con
la esperanza de que atrapase los últimos rayos de sol—, o juro por estas cuentas sagradas y
por las heridas de Nuestro Señor Jesucristo que los ángeles del cielo bajarán a robarles el
aliento a vuestros hijos mientras duermen!
El bandolero alzó la espada para atacar y fray Lorenzo cayó rendido de rodillas, aferrado al
rosario en espera del espadazo que pondría fin a sus plegarias. Era cruel morir a los
diecinueve, sobre todo sin testigo alguno de su martirio, salvo su Padre celestial, no
conocido precisamente por correr al auxilio de sus hijos moribundos.
— ¡Serán bienvenidos! —El bandido desenvainó la espada de nuevo—. Tengo muchos, no
puedo alimentarlos a todos. Pasó la pierna por encima de la cabeza del caballo y saltó a
bordo de la carreta con la utilidad de un bailarín. Al ver que el otro retrocedía aterrado,
rió—. ¿Qué os sorprende tanto? ¿De veras pensabais que os iba a dejar vivir?
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Julieta - Anne Fortier
RomanceCuando su tía muere, Julie se ve empujada a viajar a Italia para d escubrir qué se esconde tras la misteriosa herencia que ha recibido de su tía. Pronto descubre que en realidad es italiana y que además, es descendiente de las personas en las que se...