Cuando Romeo mató a Julieta

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No estuve aquí 'cuando se desvaneció de nuestras manos para siempre. Aunque fuera simbólico, aunque ella solo fuera un puñado de cenizas arrastrado por el viento y la lluvia aún permanecían en mí. Cuando lo supe todo, solo busqué de algún modo volver a sentir, tenerla... Ahora ni sé bien por qué, solo lo hice.

Me marchaba balbuceando, dejando esparcidos por mi camino trozos punzantes de hielo mientras mis tacones rojos los pisaban hasta hacerlos trizas, hasta convertirse en escarcha brillante como la que caía en primavera.

Y mis ojos nublados por una lluvia interminable, inconstante que zapateaba sin coreografía, sin dirección sobre un trozo de vieja porcelana que parecía opacarse como las hojas de una rosa sin la luz del sol. Y la naturaleza me acompañaba al mismo son, lento, indeciso y quebradizo.

— ¿Está ocupado este lugar? —había dicho con una sonrisa encantadora, de esas que seguro convertían a mi hermana en una vacía y triste marioneta.

Recuerdo la manera exacta, cómo levanté mi rostro con mi amplio sombrero, delicado y lento, usando todas esas artimañas baratas conocidas. Un brillo con sabor a durazno, una tenue máscara que ayudaba a sostenerme y de esos perfumes con olor a prohibido, a inocente. Todo eso le encantaba porque Rossette lucía así, la diferencia esta vez era que por dentro ella seguía siendo mi ingenua hermana menor. Y yo, simplemente era la excéntrica enamorada de lo abstracto. Tuve en claro que él nunca llegaría a tocarme, nunca podría hacerlo. Pero lo hizo.

—No hay nadie por aquí cerca ¿O sí? —respondí, luciendo una sonrisa tímida y cálida aquella tarde de invierno.

Un manto de infinitas luciérnagas cubría mi espalda mientras el ferrocarril atravesaba estados distintos, bosques llenos de esperanzas y secretos que alguna vez también llevé en el corazón.

Éramos tan distintas y similares a la vez, un par de avecillas deseosas de la libertad en formas distintas, rebeldes cada una a su modo, protestantes sin causa exacta, un par de carcajadas secas dispuestas a cubrir la una a la otra porque de eso se supone que trata ¿no es así? El amar, yo la amaba como ella a mí desde siempre y es por eso que si de algo estaba segura era que una parte suya la guardaba en mi alma y una mía en las suya. Era justamente por eso cuando Romeo acabó con mi frágil libélula de cristal acabó secándome, apagándome, marchitándome a mí también.

La noche cuando millones de minúsculos trocitos de carbón se desvanecieron en una nebulosa decidí que debía cobrar lo que había arrancado sin compasión de mí. Desgarrada y aún con la sangre saliendo a borbotones marqué en mi frente que no descansaría hasta que el profundo cráter que había horadado en mi espíritu, al menos se hubiera secado y dejará de arder como lo hacía todas las noches y los días.

Lo intenté, lo intenté, lo intenté, puedo jurar que lo hice muchas veces hasta el cansancio, hasta quedarme sin nada, hasta sentirme la última, solitaria e insignificante gota de té en una pequeña taza de vidrio traslúcido.

Ninguna de sus palabras sin sentido me mantuvo soñando, levitando sobre notas rotas, desgastadas por una felicidad infinita hasta ese día en que creí que lo que tenía en mis malditas manos valía perderlo todo, absolutamente todo incluso a mí misma solo porque en mis tontos y estúpidos sueños pensé que estaría él y estaría yo para zurcir los trozos de piel que la vida nos había arrancado furiosa en el camino.

Recuerdo las hojas húmedas de las enredaderas verdes entre mis dedos mientras corría en el laberinto y los bucles de mi oscuro cabello ondeando entre suspiros como lo hacía el espacio y el tiempo. Recuerdo que caí sobre el rocío de la tibia hierba, recuerdo haberlo sentido con cada parte de mi cuerpo, de mi alma y de mi mente. También cuando su cuerpo se entrelazo con el mío como las zarzas de las rosas. Recuerdo las risas, los besos y cuando entregándome una pequeña rosa azul dijo que sería para siempre.

Y de los tantos traspiés que pude haber tenido en ese instante fue no preguntarme cuánto significaba para siempre.

— ¿Para siempre? —pregunté ocultando mi rostro cuando una de las espinas de la rosa del olvido hirió mi dedo pequeño.

—Para siempre, para siempre, para siempre... —respondió con pequeños besos en mis dedos, susurrando veinte poemas  y una pérdida canción desesperada.

Le creí, le creí sin cuestionar nada. Sin silencios, sin palabras, sin versos, sin voces cantadas porque lo amaba. Pero el problema era que amar te envolvía en una locura ciega, perpetua que no respetaba si el tiempo era finito, si la tierra era cuadrada, si el sol giraba alrededor de la tierra. Pero esa danza eterna, las hojas secas flotando sobre caminos invisibles, las mentiras, la verdades entredichas terminarían por reventar el jarrón hecho de millones de vidrios colores que contenían la pequeña rosa azul, que al llegar a mis manos me dijo que con ella solo llegaría un lento dolor que terminaría con las llagas del fantasma de un cristal roto.

Romeo se había vuelto el veneno que yo le había querido dar, un virus maldito, de esos que te penetran en la sangre y se esconden, se esconden y no sabes si es por días, por meses y por años para despertar en el instante de peor debilidad, de necesidad de improvisto sin aviso dispuesto a matar rauda y lentamente al mismo tiempo. Confirmando que la felicidad es efímera, oscilante, un conjunto de sucesos volubles escasos como las crestas de las olas de mar.

Había fallado en todo, había perdido todo por su causa de forma voluntaria. No entendía cómo había pasado pero entendí lo que algunas señoras comentaban en las bancas de vivos jardines, ''Nunca eliges de quién te enamoras''.

Aquel catorce de febrero tomé mi arma y mi maleta. Ya sabía dónde ir, le había visto tocar la puerta de marfil cientos de veces, en ese lugar había roto sus promesas, sus juramentos en cuestión de casi nada. La danza perpetua había terminado.

—Aléjate de él —le grité a la joven de rubios rizos, dirigiendo la pistola en su dirección. Aquella pobre era otra inocente que se recostaba en sus brazos, otro tipo de perfume inocente y exótico que añadía a su colección, pero acabaría, me lo había propuesto. Por Rossette, por la mujer envuelta en sábanas jazmines, por mí. —aléjate, he dicho.

Temblando, crepitando sus dientes estaba dispuesta a sacrificarse por aquel triste embustero, aquel cobarde que no era capaz de responder por sus propios actos.

Y una fina llovizna se empezó a deslizar por mi rostro, por mis manos. La rubia no era la única que empezaba a temblar cuando la duda decidió bailar entre mis pensamientos, escurridiza de no querer encarar la realidad. Con sus temblores la mujer se derrumbó en el suelo con una risa nerviosa.

Romeo se quedó sin palabras, sin silencios, solo con su par de gélidos icebergs en la mirada.

Cientos de libélulas entraban por las ventanas de aquella habitación, algunas se estrellaban con las ventanas quebrando sus frágiles cuerpos, otras revoloteaban a nuestro alrededor, dándome valor para finalizar lo que había empezado. Las piezas del rompecabezas estaban casi perfectas, las partituras casi terminadas y yo no podía regresar al comienzo. Y cuando por un instante dejé de pensar, un sonoro tiro salió del cilindro y mi vista quedó perdida en espesa niebla, un grito agudo lo inundó todo pero no me quedé a revisar en dónde se había incrustado aquella pieza de plomo. Al salir de la habitación rosa supe que a veces ''Para siempre'' es un corto olvido, y cuando las estrellas abandonaron nuestro cielo, cuando la luna fue otra vez nueva, Romeo mató a Julieta.

Salí huyendo como una niña pequeña, huyendo como siempre de la histeria, de la anarquía. Con mi maleta de terciopelo, con un alma vacía, con una mujer muerta entre mis brazos huí hasta el ferrocarril para seguir un camino sin fin, una marcha sin pautas, un lugar inexplorable constante que simulara mi vals perfecto.

Bajo la luna estoy sentada, descubriendo secretos antiguos en páginas resecas que guardan los restos de la rosa azul muerta que me advirtió que todo esto ocurriría. Mirando al lúgubre horizonte, sin un plan trazado acaricio las espinas que parecían muertas pero que dañaron unas vez más otro de mis dedos, y mi largo vestido de seda, dándome la esperanza que pareciendo muerta aún era capaz de herir. Como esta mujer marchita en busca de su danza perpetua.

***

Muchas gracias por llegar hasta aquí y leer :) Adjunto entre los comentarios la lista de reproducción para escucha junto a la historia.

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