Aquel acantilado

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El atardecer empezaba a asomarse a lo lejos mientras Hiro y Gogo cruzaban con la motocicleta por el puente de San Fransokyo, cuando por fin Gogo detuvo la motocicleta y ambos bajaron de esta y se sentaron cerca de un pequeño risco desde el cual se veía la ciudad de San Fransokyo iluminada por los últimos rayos del sol, el par de pelinegros se encontraban sentados uno al lado del otro sin decir ni una palabra, realmente no era necesario ya que era un silencio confortable, no uno de aquellos silencios incomodos que la gente suele evitar, ambos veían como poco a poco la ciudad empezaba a iluminarse pero ahora no por el sol sino por las luces fluorescentes que distinguían a San Fransokyo como una de las ciudades con mayor vida nocturna de todo el estado.

-Gracias –dijo Hiro rompiendo el silencio

-No hay de que nerd –le contestó Gogo con una sonrisa de lado mientras seguía observando la ciudad

-¿Cómo encontraste este lugar? –preguntó Hiro admirando todo el panorama

-Cuando empecé con la construcción de mi bicicleta estaba muy estresada –empezó a contar Gogo-, todo el tiempo estaba cortante, distraída y de mal humor, bueno más de lo usual, así que un día en mi desesperación tome mi motocicleta,  llegue hasta aquí arriba y desde entonces es aquí donde vengo cuando quiero sacar la frustración.

-Realmente es un buen lugar para despejar la mente –dijo Hiro sonriéndole dulcemente a Gogo quién le devolvió el gesto.

En ese instante ambos se perdieron en los ojos del otro, ambos tenían unos ojos castaños muy parecidos a simple vista, pero muy diferentes al mismo tiempo.

Hiro veía los ojos de Gogo como si fueran las dos gemas más increíbles del mundo, veía dentro de ellos intensidad, fuerza y voluntad, le inspiraban seguridad, protección, cariño, pasión y en lo más profundo calidez, como si dentro de aquellos ojos cafés estuviera todo lo que el necesitaba, como si ahí estuviera su hogar.

Gogo veía los ojos de Hiro como un par de  llamas que inspiraban valor, fuerza y vivacidad eran los ojos de un niño que había que tenido que convertirse en un hombre, alguien que había sufrido tanto, que tenía tantas cicatrices y aun así seguía de pie frente a la vida, pero también conservaban inocencia y diversión, ella se veía reflejada en ellos como si fueran un espejo y esto la hacía pensar que quizás lo único que ella necesita es ver esos ojos cada día por el resto su vida.

Una distracciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora