PRÓLOGO

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Blackwood, Carolina del Norte.
20 de Octubre, 2005


—Haremos un hogar de este lugar —fue lo primero que mi madre dijo cuando el auto se estacionó delante del jardín de la que ahora sería nuestra nueva casa.

Un hogar, me repetí en silencio. Se suponía que eso era lo que teníamos en San Francisco, pero con la muerte de mi padre eso también se esfumó. Sabía que ella no quería que me diera cuenta, pero estaba muy claro que mamá le había perdido el amor a nuestra antigua casa después de darse cuenta de que mi padre no estaría más con nosotras.

Pero nadie podía culparla por ser tan radical y vender la antigua propiedad y comprar otra en un sitio del que jamás habíamos escuchado. Mis padres se conocieron cerca de esa casa, vivieron juntos ahí desde antes de casarse, me tuvieron a mí ahí y fueron felices durante diez años entre las mismas paredes. Yo tenía nueve años y medio, y aún así entendía el dolor de mi madre, porque era genuino y casi inconsolable.

Mamá era ruda, la mujer más fuerte que había conocido en mi vida. Ella sobrevivió a una guerra, a estar en un campo de batalla abierto con miles de soldados enemigos acechándola y eso jamás la quebró en los años siguientes. Pero, como me decía la abuela, conoció a mi padre. Una de las cosas que más me gustaban de pequeña era sentarme por horas a escuchar cómo relataban su historia en las reuniones familiares; la forma tan bonita en que decían cómo él la había cambiado.

Miré a mi madre con mi diminuto corazón estrujado y le dediqué la sonrisa más amplia que fui capaz de esbozar. Las ondas color azabache de su cabello se balancearon sobre sus hombros cuando se estiró un poco para tomar mi mano. Me dio un suave apretón y una sonrisa de labios apretados que no le llegó a los ojos.

Nos quitamos los cinturones de seguridad, y descendimos del coche casi al mismo tiempo. La casa que teníamos delante se parecía bastante a la anterior, sólo que en San Francisco no hacía ni la mitad del frío que se sentía aquí. Me abracé a mí misma mientras mi madre rodeaba nuestro viejo Mercedes y se situaba a mi lado.

La casa tenía un jardín un tanto grande, aunque no demasiado, el cual estaba delimitado por una cerca con tablas blancas que lo separan de las propiedades vecinas que había a ambos lados. Un camino de piedras ligeramente sueltas nos guió hasta el porche. Algo que me sorprendió fue darme cuenta de que las casas se encontraban en una especia de diminuta colina, haciendo que el camino se empinara un poco a medida que se recorría. El porche era bastante aburrido, con postes de madera altos y un par de escalones que lo separaban del suelo.

Me situé detrás de mi madre mientras ella revolvía su bolso para encontrar las llaves de la puerta principal. Seguía con mis propios brazos envueltos alrededor de mi torso. La brisa que soplaba estaba absolutamente helada, y me tenía con la piel de gallina desde la cabeza hasta los pies. Mamá seguía sin encontrar el manojo de llaves, ahora maldiciendo en voz baja para sí misma. Giré sobre mis talones con la intención de apreciar un poco mejor el vecindario, pero me quedé helada cuando al volverme me encontré con un par de ojos observándonos. Observándome.

Una mujer de al menos treinta años de edad estaba de pie en la acera de enfrente, con los brazos a ambos lados de su cuerpo y con los ojos fijos sobre nuestra casa. No pestañeaba, no decía nada, sólo estaba ahí, viéndome como si fuese algo que admirar con curiosidad. Sin saber muy bien qué hacer, e incluso sintiéndome un poco nerviosa, la saludé con una mano. Ella no respondió a mi saludo, sino que simplemente dio media vuelta y desapareció calle abajo, con mis ojos siguiéndola con desconcierto.

—¡Aquí están! —exclamó mi madre a mi espalda, haciéndome pegar un sobresalto. Me volteé en su dirección y ella ya estaba girando el pomo de la puerta—. Por un momento pensé que había puesto las llaves dentro de una de las cajas que vienen que el camión.

Me tomó un momento salir de mi aturdimiento, hasta que sacudí la cabeza para deshacerme de la extraña sensación con la que me había quedado y le sonreí a mamá.

—Que bueno que no fue así —repuse y ella asintió.

Abrió la puerta de la casa de par en par, para luego ladear la cabeza señalando el interior.

—¿Quieres explorar un poco? —preguntó, y por primera vez en el último año, me pareció que estaba volviendo a ser ella misma.

—¿Cuándo le he dicho que no a una excursión?

Mamá soltó una sola carcajada y se encaminó dentro de la casa. Antes de seguirla, no pude evitar volverme hacia donde estaba esa mujer de antes. Pero, claro, ya no estaba ahí.

Yo la había visto irse, pero por alguna extraña razón seguía teniendo una mala sensación hacia ella.

ROXANNE [Reescribiendo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora