La primera semana del último año, antes de la repentina aparición de Grace Town, había transcurrido de la forma más anodina posible. Hasta ese momento sólo había habido tres escándalos menores: habían expulsado a un chico de un año inferior por fumar en el baño de mujeres (a ver, chico, si te expulsan, al menos que no sea por algo tan típico), un anónimo sospechoso había subido a YouTube una grabación de una pelea en el estacionamiento (la jefatura de estudios estaba alucinando mucho con esto), y corrían rumores de que Chance Osenberg y Billy Costa se habían contagiado de una enfermedad venérea por tener relaciones sin protección con la misma chica (les aseguro que me encantaría estar inventando todo esto, queridos lectores).
Como siempre, en mi vida no había pasado nada. Tenía 17 años y era un chico raro y sin chiste, el chico al que ficharías para interpretar a Kenu Reeves de joven si te hubieras gastado la mayor parte del presupuesto en efectos especiales malos y en y en la comida. No había sido ni tan siquiera fumador pasivo, y nadie, gracias a Dios, me había propuesto hacer nada sin pantalones y sin condón.
El pelo oscuro me llegaba hasta los hombros, y me había aficionado a llevar un saco de mi padre de los años 80. Podría decirse que era un cruce entre Summer Glau (pero en chico) y Severus Snape. Si le quitan la nariz de gancho y añaden un poco de acne, ya lo tienen: la receta perfecta para fabricar un Henry Issac Page.
En ese momento tampoco me interesaban las chicas (ni los chicos). Mis amigos llevaban cinco años empezando y terminado relaciones adolecentes dramáticas, pero yo no avía llegado a enamorarme. A ver, me había gustado Abigail Tuner en preescolar (le había dado un beso en la mejilla cuando no se lo esperaba y nuestra relación se vino abajo poco después), y durante la primaria, la idea de casarme con Sophi Zhou me había obsesionado durante al menos 3 años; no obstante, tras llegar a la adolescencia, fue como si saltará un interruptor dentro de mí, y en lugar de convertirme en un mounstro controlado por la testosterona, como la mayoría de chicos de mi año, no conseguía encontrar a alguien de quién pudiera enamorarme.
Me hacía feliz centrarme en los estudios buen sacar las calificaciones que necesitaba para entrar a la universidad más o menos decente. Es muy posible que esa fuera la razón por la que no pensé en Grace Town durante, al menos un par de días. Quizá nunca lo habría hecho si no hubiera sido por la intervención del señor Alistar Hink, el profesor de inglés.
No sé más del señor Hink de lo que la mayoría de los alumnos de la escuela sabe acerca de sus profesores. Tiene caspa, y su costumbre de llevar suéteres de cuello alto negros casi a diario lo vuelve más evidente, Pues el color oscuro resalta el fino polvo blanco que cae sobre sus hombros como nieve sobre el asfalto.
No llevaba anillo alguno en la mano izquierda, así que supuse que no estaba casado, lo que probablemente tenía mucho que ver con la caspa, y con el hecho de que tenía un notable parecido con el hermano de Napoleón Dynamite, Kip.A Hink le apasionaba en la lengua inglesa, tanto que, cuando un día la clase de matemáticas acabó 5 minutos tarde y, por tanto, se comió parte de la de inglés, Hink llamó la atención al otro profesor, el señor Babcock, y le dio un discurso de sobre porque las letras no son menos importantes que las ciencias. Muchos estudiantes se reían quedito, pues la mayoría pensaba meterse a una ingeniería, a alguna ciencia o trabajar en un servicio técnico, supongo; pero ahora, echando la vista atrás creo que puedo indentificar esa tarde sofocante de inglés como el momento en que me enamoré de la idea de convertirme en escritor.
Siempre he tenido cierta gracia para escribir y juntar palabras. Algunas personas nacen con oído para la música, otras, con un talento para dibujar, y hay incluso otro grupo de gente, al que pertenezco yo, imagino, un radar incorporado que les dice dónde colocar una coma en una frase.
Aunque en la escala de superpoderes geniales la intuición gramatical quedé bastante abajo, al menos me había permitido a llamar la atención del señor Hink, que, casualmente, estaba a cargo del periódico estudiantil en el que llevaba colaborando desde el segundo año de la escuela, con la esperanza de llegar a editor.El jueves de la segunda semana del curso, a la mitad de la clase de teatro de la señora Beady, sonó el teléfono, y ella respondió.
---Henry, Grace, el señor Hink quiere verlos en su oficina después de clase --dijo, después de hablar por teléfono unos minutos. (Beady y Hink siempre se habían llevado bien.
Eran dos almas gemelas que se habían equivocado de siglo, pues ahora a la gente le gustaba burlarse de quienes seguían pensando qué el arte era la creación más extraordinaria de la humanidad)Asentí y evite mirar a Grace, aunque con el rabillo del ojo podía ver que ella me miraba fijamente desde la parte de atrás del salón.
Cuándo a la mayoría de los adolescentes les dicen que tienen que ir a la oficina de un profesor después de clase, supone lo peor, pero, como ya he dicho, mi vida carecía de escándalos. Sabía (o al menos esperaba saber) porque quería verme el señor Hink. Grace llevaba en el colegio Wetsland sólo dos días, así que no le había dado tiempo de contagiarle tricomoniasis a otro alumno y/o haberse metido en peleas ala salida de la escuela (Aunque llevaba un bastón y parecía bastante enojada).
Ahora bien porque quería el señor Hink ver a Grace era, como todo lo que la rodeaba, un misterio.
ESTÁS LEYENDO
Efectos colaterales del amor
Teen FictionEl amor tiene consecuencias Henry Page nunca ha estado enamorado. Se considera un romántico, y espera que ese amor definitivo que lo invada y llene su vida por completo. Pero algo tan poderoso no llega con facilidad... Hasta que Grace Town aparece e...