Narra Peter
Lo odio.
Es eso.
Sí.
Debo odiarlo.
Odiarlo.
Odiarlo.
Odiarlo.
Para siempre.
No más nada.
Sólo odiarlo.
Apreté mis puños mientras lo veía hablar con la maestra, tensé la mandíbula cada vez que movía sus labios. Ya él no me ve. Ya no lo molesto.
Y eso es molestoso.
Quería que me tema. Quería que me viera, que se dé cuenta de mí, que huya cada vez que esté presente a él.
Lo veía mientras masticaba su sándwich con un poco de timidez.
Lo veía mientras éste trataba de sonreír.
¡Nunca, jamás, de yo llegar a su vida, lo vi con una sonrisa implantada en el rostro!
¿Será en serio de que un simple perro tonto y quizás feo haya cambiado su vida?
Bah.
Quería quitarle esa jodida sonrisa de su cara estampándole mi puño en ella.
Tragué saliva, evitando que mi mirada caiga en él. En su cabello. Ese estúpido cabello negro, horrible. En su piel blanca, pálida, parece un muerto.
—¿Estás bien? —me habló Bal a un lado. Mis nudillos seguían apretados. Pegué mis parpados con fuerza al escuchar su voz que me causaba un poco de rencor.
La hora de receso no ha terminado, así que podía ir al baño, evitarlo.
—Sí —respondí, cortante —Todo está bien.
Me levanté de mi asiento y salí del salón para dirigirme al baño. Estando allá, cerré la puerta con seguro, no sin antes ver hacia los lados y adentrarme a cada cubículo para no encontrarme con algún mocoso, y aunque esté dentro, lo saco. A patadas, si se me antoja. Quería estar sólo. Como siempre lo he estado. No quería ni un alma cerca de mí o la muelo a golpes.
Me paré frente al espejo, firme, mirando mi propio reflejo.
—Eres un patético, un idiota, un imbécil.
No sé si la voz que pronunció esas palabras fui yo, o quizás fue una en mi cabeza, tal vez fue la de mi padre, que estaba metida todo el tiempo en mi cerebro, creando un eco hasta cuando iba al baño. En todos los lugares.
—Eres un bastardo. No me agrada la hora en que me quedé contigo. Nunca quise tener un hijo, pero era eso, o ser pobre para el resto de mi vida. Esa era la única manera que mi padre podría dejarme heredado, por un estorbo como tú.
La voz seguía, continuaba. Ahora sabía que estaba en mi cabeza.
Levanté la camiseta blanca que llevaba puesta y a la vista del espejo se vieron todos los moretones que tenía. Algunos estaban rojos, esos eran de la correa de goma con la que papá me dio antes de venir aquí. Más bien toda la semana. Quizás el mes completo. Bueno, generalmente en mis catorce años me ha magullado a golpes. Si él me veía en la casa, sentado, me golpeaba. Me veía viendo televisión, me golpeaba. Me veía durmiendo, me golpeaba. Me veía haciendo mis necesidades en el baño, o haciendo pipí, o duchándome... es otra historia.
Aunque prefiero todos esos golpes a que pase lo que ocurrió esa vez que me encontró jugando con... "esas cosas de mierda que le he tomado un tremendo odio" o esas veces que estaba... joder, no. A mi cabeza no llegarán esas escenas.
Otros golpes se han tornado color morado. Y esos eran los que más me dolían. No tenía pomada, crema, o algo que evite el dolor, ni tan siquiera me ha comprado pastillas. Sólo estaba yo, aguantándolos. No dejé que una sola lágrima se escape de mis ojos, ni una más. Mis piernas no las desnudé, pero los ardores de ese alambre lleno de puntas me los desgarraron, y ardía mucho. Me picaba, pero no, debía de ser fuerte. Muy fuerte.
—¡Esto te pasa por no hacer las cosas bien!
Otra vez. Su voz. En mi cabeza.
Los recuerdos de todo lo que me ha hecho en mi vida, pero más en estos seis meses que dijo que yo estaba en otro lugar, aprendiendo, siendo una mentira porque donde estaba era en un campo militar donde golpeaban a los niños; "educándolos", llegaron a mi cabeza como un Flashback, rápido.
Pero la culpa la tiene Jash. Sí. Él es el culpable. Él tiene todo lo que yo quiero, todo lo que he anhelado. Todo. Absolutamente todo.
Golpes secos se escucharon en el baño junto con dos voces conocidas y tediosas:
—Pet, ¿Estás bien?
Dijo Bal.
—¿Peter? —prosiguió Emanuel.
Me coloqué la camiseta sin apresurarme, despacio y sin apartarme del espejo. Abrí la llave del agua que estaba en frente de mí y me empapé la cara de ésta, secándomela después con el papel que estaba un poco más al fondo. Me dirigí a la puerta y la abrí, dejando a los dos buscadores frente a mí.
—¿Qué hacías? —canturreó Bal, en tonillo divertido y metiendo la mirada dentro del baño. —¿Te divertías sólo?
Ignoré su suposición.
—Creaba un plan —respondí, seco.
—¿Qué plan? —inquirió Enmanuel.
No dudé en decirlo:
—Vamos a la casa de Jash esta noche, con las caras tapadas con máscaras, y vamos a romper todo lo que podamos y nos dé la gana.