DIENTE DE ORO

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Pedro Pablo, era un hombre pobre pero honrado, como todos los pobres; como todos los honrados. De aspecto humilde, muy humilde. Llevaba sobre si el peso de sus setenta años ya cumplidos. Vivía solo, en una casita pequeña, en un pueblito pequeño. Afuera de su casa había un gran tronco de árbol; más bien, lo que quedaba de un árbol que había sido talado casi a ras del suelo, a medio metro más o menos. Pedro Pablo lo usaba para sentarse por las tardes, a pensar, a recordar, a visualizar su futuro, a fumar, a sacar cuentas, a mirar pasar una que otra persona tan vieja como él, o ver pasar a un par de niños corriendo tras una pelota medio desinflada y completamente descolorida.

Un día, no como cualquier día, ahí sentado, apareció con un viejo cuaderno en blanco y un lápiz grafito. La poca gente que por ahí pasaba, lo saludaba amablemente, como siempre, sin percatarse de ese detalle. Por lo general, lo veían fumándose un cigarrillo, o... simplemente sentado en "su" tronco, pensando, pensando.

Sin embargo, esta vez, empezó a escribir algo que tenía en mente. Algo  muy extraño que le había sucedido:

"Soy Pedro Pablo Vilches Carmona, un pobre viejo que ya nada tiene que hacer, porque..., bueno porque así es la vida."

"Encontré este cuaderno, ordenando mis pocas cosas que tengo. Bueno, lo poco y nada que me va quedando. No siempre he sido pobre, o tan pobre (en verdad). Pero siempre he sido honrado. Eso sí. Quizá por eso uno se vuelve pobre, por ser honrado. No quiero decir que los ricos sean ricos por no ser honrado. No, eso no."

"Hoy, quiero dejar constancia de lo que me sucedió hace un tiempo. Fue algo muy extraño, y lo escribo para mí mismo, y lo hago ahora antes de olvidarme de los detalles. Y cuando lo vuelva a leer, quizá yo mismo me sorprenda."

"Un día, nublado, salí a caminar, siendo ya tarde. Me fui alejando del pueblo; no mucho, lo suficiente para no escuchar la risa de los adultos ni el llanto de las güagüas del vecindario. Y, así fue; digamos que casi podía percibirse el silencio total. Mientras caminaba me puse a silbar una vieja melodía ranchera. Al rato, me senté en una roca con forma de banquillo; puse un cigarrillo entre mis labios y encendí un fósforo. No alcancé a darle fuego al tabaco. Y no alcancé porque un poderoso gruñido de animal hicieron que ambos cayesen  al suelo. Me levanté muy lentamente y giré buscando al posible animal. Sentí miedo. Y lo vi; ahí estaba un enorme perro negro en actitud defensiva. Era como un mastín o algo parecido. No era cualquier perro, este era muy negro y se veía  muy fiero. Volvió a gruñirme amenazadoramente, mostrándome toda su afilada dentadura. Al fijarme bien, me di cuenta que sus dientes no eran blancos; estos parecían como de oro; relucían sin haber mucha claridad. Nunca antes había sentido miedo frente a un perro. Era tal el miedo que, de pronto, sentí muchas ganas de orinar. Se me pasó por la mente una aterradora idea; creí estar en presencia del mismísimo diablo, convertido en perro negro. Y lo creí porque mi abuelo paterno me contaba esas historia del diablo y como éste transformaba su figura en animales, para engañar a la gente."


"Comencé a retroceder muy, pero muy, lentamente. No quería siquiera pestañear. El animal me miraba fijo a los ojos y tampoco pestañeaba. Intenté balbucear algunos rezos católicos y encomendarme a todos mis santos, aunque yo no era (ni soy) muy religioso. Tampoco era muy supersticioso."

"Volví a retroceder con mucha cautela, otro poco, casi nada. El animal gruñó aún más fuerte y, mirándome fijo, avanzó dos pasos, cada vez más amenazante, con sus puntiagudas orejas hacia atrás, listo para saltar. Comencé a sudar profusamente, sin sentir calor. Es más, sentía mi sangre helada."

"Creí estar soñando, que no era más que una fea pesadilla. Sin embargo, era real, muy real y no hallaba cómo librarme de esa bestia negra que estaba a menos de dos metros de distancia."

"Cuando el animal procuró avanzar tensando todos sus músculos, reaccioné para defenderme sin ninguna otra opción. Me incliné para recoger una piedra del tamaño de una cebolla grande. En un segundo quedé como flotando; perdí el equilibrio y comencé a caer de espaldas sin lograr agarrar la piedra. Fue algo muy extraño, sentí que el tiempo se detenía. En ese momento el perro se me vino encima, abriendo al máximo su hocico, rugiendo y mostrando sus afilados dientes dorados. Nuevamente sentí que el tiempo se detenía, inexplicablemente. Yo cayendo y la bestia en el aire. Por un instante nada ni nadie se movió; ni siquiera el polvo que se había levantado. En el aire, el perro parecía mucho más grande de lo que era. Sentí que mis ojos ya se me salían. Repito, yo parecía estar flotando en la nada. De pronto, todo se volvió vertiginosamente dramático." 

"Mientras el pesado perro caía sobre mi pecho, sus duras patas parecían hundirse en mi cuerpo. Al instante logré agarrar una piedra con mi mano derecha, no sé si la misma u otra igual de grande."

"Cuando el agresivo animal comenzó a hundir sus afilados y dorados colmillos en mi antebrazo izquierdo, no sentí dolor, pero sí sentí  un crujir de huesos al estrellarle la piedra contra su negra cabeza. El golpe fue brutal, seco y efectivo. Escuché un corto aullido y luego nada. El perro cayó a un lado convulsionando. Me levanté rápidamente y lo volví a golpear. Sentí lástima, sin  embargo ya estaba hecho. Aún había algo de claridad, pero ya la noche se dejaba  caer."

"Cuando el animal dejó de respirar, revisé sus dientes; y sí, eran de oro. Eso creí. Quise echarme el perro al hombro y llevarlo al pueblo, a mi casa, pero... no me lo pude. Y no tenía con qué contarle la cabeza; claro sus dientes eran un tesoro; todos y cada uno de ellos. Busque donde esconderlo para regresar por él al día siguiente y llevármelo en una carretilla o, simplemente, regresar con un buen cuchillo y llevarme la valiosa cabeza. Ahí quedó, bien fondeado, oculto tras unos matorrales. Mi brazo izquierdo, al parecer no sufrió gran daño; por suerte fue algo muy superficial. Me fui de regreso al pueblo; nadie me vio ni yo vi a nadie. No sé como se dice esto, pero así fue."

"La noche se me hizo interminable. No podía dormir. Yo nunca me había acriminado con un perro, nunca; sin embargo, debí defenderme como pude. Y lo peor es que no sé por que me atacó; yo..., yo no lo molesté. ¿Sería mi forma de silbar? Pensaba y pensaba. Una y mil veces pensaba en lo que me había sucedido. Y, ya comenzaba a clarear."  

"Temprano abandoné el pueblo, llevando conmigo un cuchillo de mediano tamaño, muy afilado. Caminé, pensando en que los dientes de oro se los ofrecería al turco Rissit, dueño de la botillería Estambul. Decían que era muy acaudalado y, ciertamente, algo me daría por los dientes de oro. Claro que se los iba a llevar de a uno. No fuera cosa que, si se los llevaba todos, este turco me asesinara para quedárselos sin darme un solo centavo.  Tenía que ser cauteloso."

"Finalmente llegué al lugar de los hechos. Me fui a los matorrales y, sorprendido, busqué sin encontrar al perro negro. Ni el menor rastro. Ni siquiera alguna piedra ensangrentada. Seguí buscando y no había indicios de lo ocurrido. Miré mi antebrazo izquierdo y tampoco había ni siquiera algún moretón  de cuando me lo agarró con sus fauces. No lo podía creer. Ahora, simplemente pienso que todo fue un sueño, pero sí así fue no podría recordar tantos detalles. Quizá, en verdad ese perro era el demonio y me puso a prueba. Es que, no me explicaba lo de su desaparición; la falta de indicios y rastros de la pelea, como tampoco mi brazo sin un rasguño."

Pedro Pablo cerró su cuaderno con este relato; se levantó lentamente, regresando a su casa. Al lado de "su" tronco de árbol se habían juntado varias colillas de cigarrillos. Y, entre ellas... algo  brillaba, con un destello burlón; era ni más ni menos que...  ¡un diente de oro!  Un afilado colmillo de perro, grande, no como cualquier colmillo. Sin embargo, al ponerse de pie, Pedro Pablo no lo vio.  Nadie lo vio a él, ni él a nadie vio. Bueno, eso creyó, no obstante, a no mucha distancia alguien lo observaba muy atentamente, esperando alguna previsible reacción.

Entró, muy desilusionado a su casa, muy frustrado, y dando un portazo se encerró sin querer pensar más en el asunto. No más. No, no más.

Al poco rato sintió que unos suaves nudillos llamaban a su puerta. Por segunda vez. Y, a la tercera, fue a ver de qué o de quién  se trataba. Y, oh! Grande fue su sorpresa.











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