Martín despertó de su largo sueño exhalando un ligero bostezo. En seguida, se estiró como goma de mascar, volvió a acurrucarse y siguió durmiendo.
Al fin de cuentas, tenía una caliente y confortable cama.
Estaba a punto de dormirse, cuando de repente, una fría brisa lo azotó estampándolo contra una teja. El niño abrió sus grandes y redondos ojos grises, y se levantó confundido.
—¿Quién ha dejado la ventana abierta? —preguntó, y de inmediato, notó que estaba en la azotea de una casa.
Fue tal el asombro del niño al verse en un lugar tan extraño, que no supo si molestarse, o entristecerse por la pesada broma.
El aire era juguetón, y revoloteaba saltando de tejado en tejado.
«¡Y en mi delicado estado de salud!», pensó, al sentir como una brisa se le calaba por los huesos.
Llevaba varios días recostado sobre una cama sencilla y lúgubre, en una habitación pequeña y oscura. Con la fiebre tan alta que se podía cocinar un huevo sobre su frente.
—Tal vez están hartos de cuidarme. ¡Y eso que casi no me quejo! —exclamó con amargura, pero al pensar que el frío lo congelaría y podría empeorar su salud, decidió volver a casa.
¡Vaya sorpresa cuando dio el primer paso!
Tenía una pata peluda, negra como el azabache. Era suave y esponjosa como una almohada. El niño deslizó los ojos por el cuerpo y casi le da un desmayo al verse espeso y afelpado. No vestía su pijama a rayas favorita, ni tampoco los calurosos calcetines blancos que le había obsequiado la señora Alberta para su octavo cumpleaños.
Se sintió confuso. ¿Había muerto? ¿Era un sueño? La segunda opción era acertada, así que se tranquilizó un poco y esperó a despertar.
Lamentablemente, después de un largo tiempo acurrucado en los tejados, contemplando la noche y las estrellas, no despertó. Estaba tan vivo como un bebé recién nacido al dar su primer alarido.
Era la primera opción.
Había muerto en su tibio lecho, y como por arte de magia, su pequeña alma había entrado en el cuerpo de un...
¿En qué se había convertido? ¿Qué era acaso?
Volvió a verificar su cuerpo.
Tenía cuatro patas —cortas y peludas—, dos orejas puntiagudas, y un cuerpo redondo con una cola larga y sedosa.
—¿Acaso..., soy un gato? —se preguntó asombrado, horrorizado, espantado.
Martín maulló de asombro, se pasó las cortas patas por el suavecito cuerpo, y dio un chillido de verdadero espanto.
Muy cerca, desde la vivienda de al lado, un raquítico gato pardo, de cola corta y orejas dobladas, observaba al pequeño minino negro con una fascinante curiosidad.
De pronto, Martín advirtió al curioso michi acercarse con cautela. El corazón del niño se puso a mil —bueno, creo que ya no es correcto llamarlo niño—. Decidió huir, pero antes de dar un paso, el gato pardo estaba frente a él.
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Martín y el mundo de los gatos
Fantasy(En curso). Martín despierta de un largo sueño, y para sorpresa, está en los tejados de una casa. ¿Quién lo habrá abandonado en semejante lugar? ¡Y con lo enfermo que está! Acompaña al pequeño Martín en esta corta aventura por el misterioso mundo...