3. Un trepador nato

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Era la primera vez que Martín caminaba por las calles a tan altas horas de la noche

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Era la primera vez que Martín caminaba por las calles a tan altas horas de la noche.

Estaba deslumbrado por la hermosura de la urbe. Farolas desprendiendo un claro y blanquecino brillo, el rumor del viento chocando contra los árboles, edificios y casas, el tintinear de las estrellas, y un embriagador silencio que abrigaba la ciudad.

El mundo era extraordinario cuando lo percibías como un gato —como si tomara su verdadera forma—, y Martín pensó que había sido afortunado. Después de todo, pudo haberse trasformado en un insecto —y aclaro, no tengo nada en contra de los insectos—.

El michi pardo se movía con maestría y elegancia. Cuando alzaba la cola y ondeaba el cuerpo, se veía soberbio y bello. Martín pensó que todos los gatos del universo eran criaturas hermosas, y ahora él era un gato.

Dio un maullido de emoción y se acercó a su compañero.

El pardo lanzó una mirada de soslayo sobre el minino.

—Para ser un gato loco, eres bastante ágil, pequeño. — A Martín le pareció que el gato sonreía —. Por cierto, soy Bardomiano, aunque mis amigos me dicen Bardo. ¿Cómo te llamas, loquillo?

—Martín, mi nombre es Martín —lo dijo titubeando, como si no recordara su nombre.

Bardomiano se detuvo en seco.

—¡Vaya nombre para un gato!, aunque no debo criticar —dijo, se lamió la pata y la llevó hasta la cabeza, se limpió una oreja—. Tengo un primo que se llama Abilio. ¿Quién se llama Abilio en estos días?

Martín no supo responder, se mantuvo en silencio.

Llegaron a un callejón sin salida. Solo los rayos de la luna iluminaban los muros y la acera. Allí, Bardomiano saltó sobre unas canecas metálicas y oxidadas. Después, con toda la gracia que puede tener un gato, saltó sobre una escalera y empezó a trepar de ventana en ventana, hasta llegar a los tejados de una casa.

Martín permaneció en el callejón con cara de ¿Y ahora qué hago?

—¿Qué esperas, Martín? —preguntó curioso Bardomiano—. ¿No sabes trepar?

Martín se sonrojó —claro, se imaginarán como se sonrojan los gatos—. Envió los largos bigotes hacía atrás y lanzó un suspiro.

—¡Claro que sí!, aunque... se me ha olvidado un poco por el golpe —dijo con la seguridad de un verdadero mentiroso—. ¿Podrías indicarme cómo hacerlo?

Bardo pareció incrédulo. ¿A qué gato se le olvidaría trepar? ¿En qué embrollo se había metido?

—Debes tomar impulso con tus patas traseras y saltar sobre las canecas —empezó a explicar con toda la autoridad de un audaz trepador de muros —. Luego, vuelves hacer la misma maniobra hasta llegar a la ventana. ¡Inténtalo, loquillo!

«Cómo si fuera tan fácil», pensó Martín haciendo un mohín, pero obedeció a lo que Bardo le había indicado. Luego, se inclinó sobre sus patas traseras, tomó aire y se abalanzó sobre las canecas. El impulso lo situó sobre una de las tapas.

Dio un maullido de suficiencia.

—Así es Martín, ahora debes hacer lo mismo hasta la escalera, y después hasta la ventana —dijo Bardomiano, con la euforia de un buen maestro—. Podrás permanecer unos segundos sobre el borde de la ventana, así que debes impulsarte de una en una hasta llegar arriba. ¡Tú puedes!

—Está bien, lo haré —dijo el gatico negro, tomó impulso y se abalanzó. Fue fácil llegar a la escalera, pero al ver que la caída era bastante alta si se soltaba de la ventana, se acobardó.

—Deja la desconfianza, eres un gato —dijo Bardo, extrañado de la cobardía del minino negro.

Martín saltó. Al tocar el borde, sintió caerse, pero recordó las palabras de Bardomiano. Reclinó sus patas, volvió a tomar impulso, y se lanzó sobre la ventana. Luego, repitió la hazaña un par de veces hasta llegar al tejado.

—¡Lo logré! —dijo estupefacto, asombrado por la proeza que había logrado.

—Muy bien, loquillo. Ya estamos cerca. Es en la casa donde sale la humareda —dijo Bardomiano y se lamió el hocico—. Ya se me hace agua la boca.

Martín aún seguía agitado. ¡Era la primera vez que trepaba en su vida! Alzó la cabecita y observó a unos cien metros una gigantesca casa, ancha y con una enorme chimenea.

El humo salía a borbotones, y si los ojos de Martín no lo engañaban, había por lo menos un centenar de michis sobre los tejados. Algunos maullaban a la luna, o corrían como hechizados atrapando cucarrones. Pero la gran mayoría, se dirigía a lo que posiblemente, era el mejor restaurante gatuno de la ciudad.

 Pero la gran mayoría, se dirigía a lo que posiblemente, era el mejor restaurante gatuno de la ciudad

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Martín y el mundo de los gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora