La bailarina pelirroja

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Jardines del Castillo de Hyrule...

- Ya dije que no quiero.

- No me vengas con eso.

Los jóvenes herederos al trono del reino de Hyrule se encontraban en el jardín central del castillo, teniendo un... pequeño desacuerdo. Con solo mirarlos, se podía notar que eran mellizos, por el mismo cabello lacio castaño, y los rasgos faciales, aunque el Príncipe Zeil era más alto y fornido. Su cabello, que le caía apenas por debajo del cuello, estaba amarrado en una coleta corta que le colgaba del lado izquierdo, con un largo mechón en medio de los ojos y otro que apuntaba hacia arriba como una antena, y tenía los ojos verdes de su difunto padre. Por su parte, la princesa Zelda era más delgada y esbelta, su cabellera le caía más debajo de la mitad de la espalda y terminaba atada en una trenza, y había heredado los ojos azules de su madre.

Pese a sus similitudes físicas, ambos hermanos tenían personalidades, gustos, y en general tendencias muy diferentes, lo que provocaba que frecuentemente tuvieran roces el uno con el otro.

- Zeil, te guste o no, tienes que aprender antes que se celebre nuestra ceremonia de madurez. – decía Zelda. – Acuérdate que cumpliremos nuestra mayoría de edad dentro de un mes y se realizará un baile en la fiesta. Tienes que estar listo para entonces.

- Zelda, bien sabes que esas ceremonias me aburren, y aparte, no me gusta bailar. – replicó Zeil.

- Eres incorregible. Hay mucho más en esta vida que solo pasártela saliendo por ahí a blandir la espada.

- ¿Lo dice la señorita que se la pasa encerrada en la biblioteca comiéndose los libros todo el día?

- Eso no es tu asunto. – dijo Zelda. – Aparte, si lo hago es para estar al día con mis estudios, cosa que a ti no te vendría mal.

- Hay mucho que no se aprende de los libros, ¿sabes?

- Nuestra instructora de baile está muy molesta por la forma en como te fuiste ayer.

- La culpa no fue mía, no hacía más que regañarme cada vez que cometía un error. Hasta yo tengo mis límites.

Y así estaban. El príncipe era un joven bastante testarudo en lo que a formalidades se refería, tenía un carácter algo rebelde y un temperamento muy fogoso, y si a esto se agregaba que no le gustaba que le dijeran qué hacer ni mucho menos las reprimendas, bueno, ya era fácil de imaginar. La princesa, en contraste, era mucho más obediente y disciplinada, y siempre trataba de mantenerlo en la línea, pero no podía evitar que la enorme obstinación de su hermano la sacara de sus casillas, y su paciencia se estaba agotando. Ninguno iba a dar su brazo a torcer.

- Zeil, escucha, nuestra madre está muy preocupada porque no pones empeño en comportarte como deberías. – dijo Zelda, tratando de controlar la intranquilidad de su voz. – Piensa que van a venir muchos otros nobles y reyes de otras tierras, y te harás de una muy mala reputación si no sabes como comportarte en la ceremonia.

- Ja, si no les agrado como soy ese es su problema. – fue la respuesta de Zeil. - Y si ya terminaste de regañarme, me voy a atender mis asuntos. Con tu permiso, hermanita.

- ¡Zeil, aún no he terminado, vuelve aquí! – le gritó Zelda, pero Zeil hizo caso omiso y se fue del jardín, dejándola sola. Zelda exhaló un suspiro, resignada. – Por las Diosas, ¿por qué me tuvo que tocar un hermano tan terco?

- Ya sabes que no hay forma de hacerlo entrar en razón. – dijo alguien detrás de ella.

Zelda se volteó al oír la voz, era un joven más o menos de su edad, casi tan alto como Zeil, vestía un traje verde con un gorro que hacía juego, tenía cabello rubio algo desordenado y ojos azules. En su espalda cargaba una espada envainada.

Danza con el FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora