CAPÍTULO I. EL HOMBRE-MURCIELAGO HACE AMISTAD CON LOS INSECTOS-Parte 1

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Por aquel entonces acababa de cumplir los treinta y nueve años de edad y tenía la vaga impresión de estar llegando al límite de algo, como si me estuviera acercando peligrosamente a una línea divisoria de la cual dependía por completo mi vida. Muchas veces, en un parque o en una cafetería, me llegaba de pronto esa sensación de estar acercándome a una zona oscura y tenebrosa cuyas trampas yo desconocía, pero que debía atravesar para poder continuar hacia adelante y, quizás, construir algún día un futuro, si no feliz, al menos razonable.

Había estudiado medicina en la Universidad Nacional y luego, con mucho esfuerzo y ahorrando dos pesos acá y trabajando por tres pesos allá, había logrado terminar mi especialización en psiquiatría. Desde muy joven tuve claro que la rama más atrasada y desconocida de mi profesión era aquella que se dedicaba a investigar el funcionamiento de la mente. Por un tiempo dudé entre neurología y psiquiatría, hasta que al final, gracias a un apoyo del instituto donde trabajaba desde hacía tres años, decidí empezar los estudios de psiquiatría en uno de los hospitales estatales.

La entrega a mis pacientes fue absoluta. Intentar descifrar los mecanismos internos que los atormentaban y desquiciaban se volvió, en muy poco tiempo, una obsesión. Descuidé otras instancias de mi vida privada en aras de buscar una perfección profesional. Por eso no me había casado ni había construido una familia todavía. Mis pacientes eran mi única realidad. Después, al graduarme, esa radicalidad, en lugar de disminuir y brindarme la posibilidad de relacionarme con una mujer, lo que hizo fue aislarme aún más hasta el punto de asfixiarme y de empezar a hacerme daño de verdad. Sabía muy bien que el amor excesivo a una vocación puede llegar a destruir la vida completa de un sujeto, pero por más que me esforzaba por escapar de esa celda que yo mismo había

construido para mí, no lograba ni siquiera asomarme a los barrotes de la ventana.

Y ahora, con treinta y nueve años y unas primeras canas insinuándose en mi cabeza, en el bigote y en la barba, allí estaba, atrapado en mi propia profesión, yendo y viniendo de mi casa al hospital psiquiátrico de lunes a sábado y sin tomar vacaciones ni siquiera en la temporada navideña. Los domingos me quedaba en casa leyendo y tomando notas acerca de los progresos o retrocesos de mis pacientes.

Poco a poco se fue haciendo evidente que un hombre así, enterrado en un hospital oficial con un sueldo miserable y sumido hasta las narices en suicidas, depresivos y esquizofrénicos, no era muy atractivo que digamos para una mujer joven que soñaba con un futuro próspero y una familia triunfante. Me fui acostumbrando entonces a tener una que otra amante entre las enfermeras con las que trabajaba, mujeres gentiles y cariñosas que por un tiempo aceptaban ir los sábados en la noche hasta mi casa, pedir a domicilio dos platos de comida china, acostarse conmigo y luego llamar un taxi que las llevara a su casa a descansar del trajín semanal. Con el paso de los meses, se aburrían conmigo y de mis conversaciones repetitivas acerca de mis pacientes, hasta que finalmente conseguían a otro médico o se relacionaban con cualquiera que sí lograra sacarlas del marasmo conventual de la rutina hospitalaria.

Ese era yo. No había nada de qué enorgullecerse. Un tipo con una vida mediocre y sin una salida a la vista. Recuerdo que justo por esos meses uno de mis pacientes bipolares me dijo:

—¿Sabe una cosa, doc? Yo lo veo a usted con esa bata blanca, caminando por los pasillos o sentado en su oficina escribiendo informes sobre nosotros, y la verdad es que no lo envidio para nada. No, señor. Al menos lo mío es pasajero y después salgo a vivir otra vez intensamente, al límite, porque al fin y al cabo para descansar tengo toda la eternidad. Y a veces, en la mitad de una carretera, con mi cacharro a toda velocidad, o en la mitad de un buen polvo, con una mujer desnuda entre mis brazos, me acuerdo de usted y me digo: "Pobre hombre, debe seguir allá metido y no sabe de lo que se está perdiendo". ¿Sí capta lo que le quiero decir?

La melancolia de los feos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora