CAPÍTULO I. EL HOMBRE-MURCIELAGO HACE AMISTAD CON LOS INSECTOS-Parte 3

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Cuando terminé de leer, tenía los ojos arrasados en lágrimas. Las secretarias y el personal de apoyo del hospital ya se habían ido y las luces de los corredores y de las demás oficinas estaban apagadas. Alfonso, mi viejo amigo de la Calle 42, con sus gafas de marco de carey y su inconfundible joroba... Claro que sí... ¿Cómo era posible que lo hubiera olvidado a lo largo de los años? ¿Qué había sido de él? ¿Des de dónde me había escrito esa carta que no tenía matasellos de correo ni remitente alguno? ¿Quién la había dejado en el hospital? ¿Cómo sabía a qué me dedicaba y dónde trabajaba?

Volví a mirar el encabezado del sobre. No era un roedor nada más, sino un murciélago que desplegaba sus alas para mostramos la palabra clave: melancolía. Claro, los hijos de Saturno, la bilis negra que contamina a algunos hasta destruirlos por completo. En un error de interpretación grave, el inglés Richard Blackmore, en el siglo XVIII, rebautizó este estado de ánimo y lo llamó depresión. De allí en adelante perdimos una lectura importante de uno de los estados de la psique más trascendentales: la melancolía, que nos conduce al arte, a la astronomía, a la religión, a la poesía. A eso se refería el grabado de Durero. No somos más que una miserable especie extraviada en medio de un universo que no terminamos por comprender a cabalidad.

Unos minutos después salí hasta el parqueadero y manejé mi viejo Land Rover por la Avenida Caracas de regreso a casa. Cuando pasé por el Parque de los Mártires y vi a las prostitutas recostadas en los árboles y a los recicladores de basura reuniéndose en las esquinas para fumar marihuana o aspirar pegante, me pregunté si Alfonso estaría justo en ese instante recostado en un cómodo sofá de una casa elegante o si, por el contrario, viviría en una pensión de mala muerte o si estaría vagabundeando por las calles sin un techo ni un plato de comida caliente. ¿Dónde estaría ese antiguo joven al que yo tanto había querido y con el que había compartido momentos tan extraordinarios?

A lo largo de esos días, volví a leer y a releer mil veces la carta de Alfonso. A veces elegía el comienzo, otros días me concentraba en algún párrafo en particular y hubo momentos en que me dediqué a estudiar su caligrafía nerviosa y con trazos arcaicos que denotaban muchas horas de práctica en esos viejos cuadernos en los que mi generación había aprendido a escribir las minúsculas en medio centímetro y las mayúsculas en un centímetro completo. Los viejos cuadernos que yo le prestaba a Alfonso para que se pusiera al día y estudiara a la par conmigo.

Increíble, no terminaba de comprender cómo era posible que ese niño magnífico, gentil y cariñoso se me hubiera refundido en la memoria durante tantos años. ¿Por qué? ¿Qué era lo que había pasado dentro de mí para que un ser tan poco común hubiera ingresado en el olvido más absoluto? Tal vez, me dije, en la respuesta a esa pregunta estaba una de las claves más significativas de mi vida.

Una noche busqué el nombre de Alfonso en el directorio telefónico. Nada. No existe. Decidí que más adelante, en algún momento, visitaría su vieja casa en la Calle 42 y preguntaría por él. No podía cruzarme de brazos y quedarme así, sin hacer nada. No estaba dispuesto a esperar meses o años antes de que me llegara la segunda carta que me prometía al final de la primera. Si logró hacerme llegar un sobre al hospital es porque no debía estar muy lejos. Si no vivía en la ciudad es porque quizás compró o rentó una casa en las afueras, en algún pueblo de la sabana de Bogotá.

Una escena que no está en la carta me llegó a la memoria. Alfonso no se despidió de mí, es verdad. El último día se encerró en su cuarto y ni el tío Humberto ni la empleada lo pudieron convencer de que saliera de allí. Y, en efecto, como él lo describe muy bien, yo le dejé en una caja de detergentes mi colección de Tintín. Pero la noche anterior, como a las diez de la noche, Alfonso se había escapado de su casa y había timbrado en la mía. Yo mismo le abrí la puerta, con mi pijama puesta y unas pantuflas protegiéndome los pies.

La melancolia de los feos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora