Plácidamente Adormecido

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Década de los 70

Había estado llamando a todas las naciones para poder preparar una fiesta que fuera la envidia de todas las celebraciones. Se había sentido con ganas de llevar a cabo tamaña empresa. Pero su desilusión fue todavía mayor que las dimensiones de su ansiada fiesta, cuando ninguna nación quiso celebrar con él las Navidades.

Estaban todos demasiado ocupados proveyendo a su gente de juguetes para los niños, provisiones para nochebuena y para sus peculiares costumbres de fin de año, a cada cual más extravagante.

Pero Inglaterra no preparaba nada, pues se había quedado sólo. Después de una violenta discusión con India, que reclamaba su independencia como sirviente de la casa británica, su palacio se había quedado vacío y oscuro. Las cosas estaban cubiertas por una densa capa de polvo y ya nadie tenía el cuidado de adecentar el inmueble.

A oscuras, Inglaterra avanzaba por los pasillos de su casa vestido con una especie de camisola mugrienta y una manta que le cubría los hombros. En su mano portaba un cirio amarillento y su mecha ardía con tranquilidad, derritiendo inexorablemente la cera. Las gotas caían en la piel de Arthur, pero a el no le importaba nada que su piel se quemase. Nada se oía en la casa, sólo el silencio del hastío y la muerte lenta.

Entró en una estancia sin ventanas, con un televisor catódico en medio de la sala frente a un sillón de cuero negro como ala de cuervo. Desperdigados por el suelo, los cuerpos vacíos de jeringas con sus agujas usadas, daban a la imagen un aspecto de lo más siniestro y decadente, testigos de excepción a su vez del derrumbe de la nación británica.

–¡Estúpidos todos! –refunfuñaba Kirkland mientras temblaba por el efecto de la heroína en su cuerpo–. ¡Se piensan que me van a convencer con que están todos ocupados que no tienen ni un sólo rato, para verme a mí. Son todo un montón de paparruchas!

El ruido blanco de la televisión era la única fuente de luz y sonido que estaba presente en aquella alcoba oscura. Las cuencas ojerosas de Arthur que tenían un color verde apagado por el efecto del narcótico, escrutaron con detalle cada recodo de la habitación aún con la esperanza de ver aparecer a algún país vecino, pero rastro de los otros. Arrastrando los pies se inclinó sobre el televisor y pegó un puñetazo en su superficie plástica con la intención de mostrar su furia a un pobre objeto que nada había tenido que ver con su desilusión pero que había cargado con la fuerza inútil de su soberbia. Se abrazó a si mismo para intentar darse calor a pesar del frío eterno que congelaba sus venas y se desplomó sobre el sofá, produciendo un ruido vela se había caído de sus manos partiéndose en dos mitades, pero no prendió fuego a su alrededor, sino que la llama se hizo tan débil que acabó por extinguirse.

Le habría importado muy poco si la llama se hubiese extendido por toda la habitación calcinándolo todo a su paso. De hecho, en su pensamiento le rondaba la idea desde hacía tiempo pero no había tenido el valor de llevarla a cabo, no sabía si por cobardía o por lástima de sí mismo, pero el caso es que seguía viviendo aquella agonía vital y no encontraba solución a su adicción a las drogas ni a su perpetua soledad. Sólo una persona había tenido la decencia de acordarse de él para el 25 de diciembre y ese fue su sobrino Matthew Williams. Canadá no era su sobrino exactamente, pero figuraba en aquel mundo de inmortales encarnaciones de humanos, como tal; además Kirkland había sentido cierta necesidad de mimar a aquel joven desde que nació y lo trataba como si fuera un familiar de sangre. Pero los últimos años todo eso había cambiado por parte de Arthur que se había encerrado más en si mismo y había dejado de lado a muchas naciones, centrándose solamente en obtener el máximo beneficio, trabajando desde el banco central de Londres.

Cuento de Navidad (UsUk)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora