Futuro

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No hay temor mayor que la certidumbre de que la muerte aguarda un reencuentro con muestras almas para llevarlas al otro lado. No hay mayor miedo que darse cuenta de que son nuestros últimos minutos de vida, de la vida que hemos conocido y que más allá no habrá nada o quizá, todo el sufrimiento que ocasionamos nos sea devuelto en un Juicio Final donde Dios, severo y justo, nos aplique el castigo que nos merecemos. A lo largo de la Historia de la Humanidad y las Naciones que la han formado, muchas de las culturas asociaron la muerte con el miedo a lo desconocido; como una transición a otro plano donde nuestras almas no se perderían. Allí donde nuestra existencia habría adquirido un sentido de ser.

En todo aquello pensaba Arthur Kirkland a la par que buscaba la manera más segura de bajarse del puente victoriano. Si había algo que no quería hacer esa noche, era encontrarse con la muerte y tenía que apresurarse pues no sabía cuando se iba a presentar ante él.

Él estaba demasiado concentrado en bajar que no se dio cuenta de que la imagen de Londres había comenzado a cambiar de una forma drástica. El viento fuerte que portaba los tóxicos y pútridos efluvios del río, dejó de soplar. El encapotado cielo se deshizo en nubes más pequeñas y una Luna gibosa asomó por entre los cirros plateados con una mortecina luz que incidió directamente en el puente. Polvo arenoso de procedencia desconocida comenzó a acumularse a orillas del cauce a la par que el río se iba secando dejando solo un triste riachuelo que discurría por montañas de escombro y basura en una tranquila agonía. Los edificios colindantes se habían convertido en ruinas y el esplendor de una ciudad que antes fue punto de encuentro entre gente de todas partes de la Tierra, se hundía más y más sobre montañas de inmundicia maloliente. Arthur no prestó atención hasta que una viga que se desprendió por el efecto del óxido, estuvo a punto de caer sobre su cabeza. Logró apartarse a tiempo para esquivar aquel peligro que le podría haber provocado innumerables daños y rodando por la superficie asfaltada del puente, se levantó después para contemplar aterrado lo que había sido del corazón de su existencia.

Gritó de terror y echó a correr, dejando el puente atrás para internarse en el casco histórico. Pasó por la destartalada Picadilly Circus, surcó el complejo gubernamental de White Hall que había sido víctima de la detonación y la onda expansiva de una bomba; pasó describiendo círculos alrededor de la Catedral, que era el pétreo esqueleto de un monstruo sombrío agujereado por innumerables marcas de metralla. Hyde Park era un vertedero de restos de automóviles, contenedores, vallas y otros objetos de aspecto desconocido a causa de que el óxido les hacía irreconocibles.

Arthur, ante este panorama, se sentó en un banco destrozado que había quedado en el parque como testigo hierático de una gran guerra, y se llevó las manos a la cara. El futuro era inminente, ya estaba ocurriendo y sabía que la muerte no andaría lejos. Pero él no quería saber nada de ello. Quería huir, es el primer pensamiento que tenía en mente. Huir y reencontrarse con Alfred para pedirle perdón. Si, eso haría. Le colmaría de cariño y de ternura, le diría cuanto le quería. Era su deber compensarle por todos aquellos años pasados de animadversión.

Alzó la vista y una figura harapienta le sorprendió. Dio un respingo y pegó un grito de sorpresa. ¿Quién era aquel personaje? Parecía muy viejo, portaba un bastón hecho con a saber qué material y vestía una túnica oscura con una capucha pero que no llevaba puesta sobre la cabeza. Esta, desprovista de pelo, arrugada y llena de manchas y lunares de la vejez, daba a aquel ente un aspecto enfermizo. Su nariz picuda y sus ojos cadavéricos, blancos como la leche, completaban su apariencia aterradora y que a la vez inspiraba pena y repugnancia.

–¿Espíritu?–tartamudeó Arthur aterrado. El anciano simplemente asintió–. ¿Por qué no estás cubierto con tu capa?

Pero el espíritu no contestó. Se limitó a señalar en una dirección concreta. Por la experiencia, Arthur sabía que debía seguir la dirección que su huesudo dedo ceniciento le había marcado. Y que si huía, la muerte le perseguiría hasta que obedeciese su orden de seguir el camino que le había marcado. Era preferible acabar cuando antes y unirse al Espíritu de las Navidades Futuras. Se levantó del banco y se internó con el ánima a través de una espesa niebla de ceniza. Al instante aparecieron en un lugar diferente, algo menos destruido que el resto de la ciudad. A Arthur se le erizó el vello de la piel al ver las lápidas repartidas a los lados de un extenso cementerio que él conocía bien. Los terrenos de la Abadía de Westminster se mostraron ante él silenciosos, yermos. Estaban tan muertos que ni siquiera las almas que lo habitaban tenían ganas de salir de su tumba para echar un vistazo. Pero el camposanto no estaba tan desierto como él creía. Llegaron a una zona desprovista de lápidas donde un grupo de tres personas se había congregado alrededor de lo que parecía ser la figura de un ángel de andróginos rasgos. Reconoció a los tres; España, Francia y Canadá.

–Fue muy valiente... –sollozaba el pequeño canadiense, con los ojos rojos por el llanto. Francis, sin embargo, se mantenía serio. Antonio se apresuró a abrazar su pequeño cuerpo, para infundirle ánimo.

–No se merecía lo que le pasó. No, ese desgraciado de Arthur no supo ver que le estaba protegiendo. Y por su culpa, hemos pagado todos...–Los puños le temblaban a Francis de pura rabia.

–Dudo siquiera que Arthur supiera que estaba vivo. Aprovecharon que él estaba postrado en la cama para atacar Londres –aclaró Antonio acariciando el pelo del joven canadiense–. Y ya sabes que hizo Iván con Estados Unidos.

–Por favor –suplicó Matthew destrozado– no sigas. No puedo soportarlo. No puedo creer que esté muerto...

En su mente, Arthur pudo ver como alrededor de los tres hombres, las almas de millones de personas formaban un círculo alrededor de ellos, profiriendo suspiros y lamentándose en una especie de cántico. La muerte permanecía impasible a su lado con sus ojos nublados por las cataratas, fijos en el infinito. Seguía manteniendo el dedo en alto.

Arthur se aventuró a acercarse ya que vio que no se habían percatado de su maltrecha presencia. Dio varios pasos hasta situarse en la cabeza de la comitiva de fantasmas que entonaba aquella canción de muertos. En la estatua del ángel había un nombre.

Alfred Jones

–No... No puede estar muerto –susurró. Pero el llanto de las ánimas no hizo sino confirmar aquella dolorosa verdad. Era la tumba de aquel que iba a encontrarse con él tras la visión del espíritu de la Navidad Presente. Pero solo había ido al encuentro de su muerte.

–¡Espíritu! –exclamó Arthur postrándose ante la muerte que increíblemente, se estaba poniendo su capucha para ocultar su rostro bajo un velo de oscuridad–. Te lo suplico, dime que puedo cambiar su destino. Dime que puedo mantenerlo con vida, que va a estar bien. Sea lo que fuere lo que hiciese por mí, no será ya necesario porque me voy a recuperar y voy a cuidar de él. Le quiero, espíritu. Tiene que haber alguna forma de que mi amor frene su aciaga suerte.

Se agarró a las telas deterioradas de la muerte y le suplicó de rodillas, una y otra vez, que devolviera a Alfred a la vida. Que si alguien se merecía la muerte era él y no su amado americano. Por primera vez en su vida sentía que podía confiarle la vida a su propio ángel de la muerte por alguien que no era él sentimiento era real y sincero, no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo incluso en un futuro perdería el mismo la vida así que ¿cuál era el riesgo de amar a otro?

–¡Espíritu! Por favor, devuélveme junto a él. Le amo, le quiero. Quiero a Alfred Jones y necesito saber que él me quiere, porque si no entonces, tendrás mi permiso para llevarte mi alma al inframundo, si no está él junto a mí, no la quiero. Necesito que viva, le necesito...

Todo a su alrededor comenzó a deshacerse como un terrón de azúcar se desarma al entrar en contacto con el tibio y humeante té que Arthur acostumbraba a tomar antes de que se perdiera a si mismo. Cayó a un abismo de negrura antes de cerrar los ojos y sumirse en un letargo que era eterno. ¿Era el fin de todo? ¿Había vivido realmente? Quién sabía. Lo que sí tenía claro era que Alfred era real.

Le necesito. Le quiero

Cuento de Navidad (UsUk)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora