Capítulo I

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Las olas de la playa se estampaban suavemente contra la arena después de la tormenta que había caído anoche, trayendo consigo restos de algas y un par de ramas de palmeras que habían caído en la batalla por mantenerse de pie. El cielo, aunque azul, conservaba un par de nubes que amenazaban con iniciar otro infierno para aquellos marineros que navegaban en el mar.

Afortunadamente él no era ningún marinero y tampoco tenía planes para entrar al mar ese día. Sólo era un maestro al que le gustaba salir a ver los destrozos que una tormenta dejaba al día siguiente.

La poca gente que había en el puerto iba de aquí a allá, demasiado apurados preparándose para zarpar o recogiendo el desastre que había ahí como para detenerse a disfrutar de aquella mañana de un sábado de mayo. Era una pena que las personas no se dieran el tiempo para disfrutar de las pequeñas e insignificantes cosas que los rodeaban, pero para eso estaba Satoru, ya se encargaría él mismo de "perder el tiempo con alguna tontería", según palabras de Suguru, su mejor amigo.

Caminó por la orilla de la playa, alejándose del barullo que creaban los navegantes, y luego de un rato de vagar por ahí, decidió que sería un buen momento para visitar una vieja roca (que más bien era la parte baja de un pequeño acantilado) a la que solía ir con Shōko y Suguru después de clases cuando aún eran estudiantes. La gente no solía ir por ahí, estaba lejos de las zonas de pesca y las olas se estrellaban con mayor fuerza, era peligroso estar en ese lugar cuando aún había posibilidades de una tormenta, pero Gojō era un adulto y confiaba en que no pasaría nada.

Así que dirigió sus pasos hacia allá, y, una vez llegó, remangó sus pantalones hasta la pantorrilla, se quitó los zapatos junto con los calcetines y, después de dejar la ropa donde las olas no la mojarían, se sentó a la orilla, dejando que el agua lo refrescara un poco.

Estuvo a punto de sacar alguna de las paletas que solía llevar en la bolsa de su camisa, pero entonces su vista se enfocó unos metros lejos, ahí donde el final de la roca se mezclaba con el agua, y se dio cuenta que había algo... Algo que tenía la forma de un humano.

Parpadeó un par de veces, considerando llamar a la policía, una ambulancia, o a los forenses en el peor de los casos, pero, antes de hacerle caso a su sentido común, prefirió anteponer su infinita curiosidad. Con cuidado de no resbalar y matarse de paso, caminó hasta donde el cuerpo estaba. Así, con pasos tranquilos y seguros, se acercó lo suficiente a la figura como para notar que se trabaja de un hombre, uno con el cabello pintado de un rosa claro de una complexión bien construida.

El pensamiento de qué rayos habría estado haciendo para terminar así pasó por su mente antes de ser eliminado una vez estuvo frente a él, pasando mejor a examinarlo antes de considerar ponerle las manos encima.

Las algas se habían amontonado alrededor y encima suyo, por lo que cubrían al cuerpo un poco más allá de la mitad de su espalda. No hacía ningún movimiento y en primera estancia parecía que el alma había abandonado su cuerpo hacía un buen rato, pero una vez Gojō se puso de cuclillas frente al ¿naufrago? pudo notar el leve movimiento de su espalda subiendo y bajando lentamente, así como también un montón de pecas que se arremolinaban alrededor de los hombros y espalda del sujeto.

—Oye, de esa manera no vas a poder respirar bien, ¿sabes? Si querías tomar una siesta es mejor hacerlo boca arriba. —Y aún cuando estaba frente a una posible situación de vida o muerte, su voz no perdió el tono divertido con el que hablaba.

Como pensó, no hubo una respuesta o algún movimiento que le indicara que lo había escuchado, por lo que prefirió tomar su cabeza y ponerla de lado, si era sincero consigo mismo, no esperaba que ese hombre fuera más bien un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, tampoco pensó que le parecería atractivo y mucho menos esperó encontrarse con un par de escamas esparcidas en la sien y en parte de sus pómulos. No reaccionó por un segundo; no se movió, aguantó la respiración y todo pensamiento o idea desapareció de su mente.

Una vez volvió en sí, acercó su mano y, con su pulgar, buscó quitarle las escamas de la cara, pensando que serían de algún pez de por ahí, pero estas no se quitaron con la caricia, sino que más bien lograron sacarle una reacción al chiquillo, haciendo que arrugara su nariz y se quejara. Esa fue la segunda vez en menos de tres minutos que dejaron a Satoru quieto.

Podría haber pensado que era un disfraz bien hecho, pero, acercándose aún más, notó que esas escamas parecían estar enterradas en la piel, también se dio cuenta de una pequeña abertura en su mejilla, cerca de su ojo, ahí donde las escamas terminaban. De no ser porque él no era el tipo al que le gustara el alcohol habría creído que toda esa situación era una jugada de su cabeza por beber demasiado.

No iba a enloquecer, sólo... Era un poco extraño, sólo eso.

Se dijo que antes de dejar que su imaginación volara por todas partes sacando conclusiones e imaginando teorías que involucraban a la Atlántida y a dioses griegos debía, al menos, sacar el cuerpo del muchacho del agua. De esa manera podría inspeccionarlo un poco mejor, así que, con un poco de esfuerzo, se inclinó y lo sacó del agua tomándolo por los hombros... Por tercera vez en diez minutos o menos, Satoru se quedó sin saber qué hacer.

No podía decir que esperaba mirar una cola cuando lo sacara por completo del agua, pero tampoco podía decir que no lo esperaba.

Dejó a la rara creatura boca arriba sobre la piedra y se quedó quieto en su lugar, sin hacer más que observar atentamente a lo que sea que tenía enfrente. Su vista pasó desde su cabello rosa a su rostro, deteniéndose una vez en las aperturas que habían a los lados de sus ojos otra vez, luego bajó por sus hombros, notando que había más pecas ahí, así como un par de marcas sobre sus clavículas que tenían forma de caracoles. Su mirada siguió bajando hasta detenerse en la parte baja de  su cuerpo, ahí donde una cola color coral suplía lo que debían ser un par de piernas. La cola estaba adornada con un par de perlas, conchas y caracoles, parecían joyas adornando el cuerpo de alguien y era hermoso.

Y raro.

A Satoru le daban igual esos cuentos de piratas, sirenas, dragones y elfos, pero era un tanto difícil no cuestionar a la mitología cuando enfrente de sus ojos tenía lo que miles de historias describirían como un tritón.

Uno que estaba herido, pues, en su escaneo para comprobar si era real o no, se percató de que el ser tenía una cortada justo debajo de su costilla izquierda, así como pequeños arañazos en sus antebrazos que parecían haber sido causados por algo parecido a las garras que el tritón tenía en sus manos.

Aún estaba dividido entre sí debía llamar a la policía para reportar lo que había encontrado o no, pero una cosa era segura, no podía dejarlo ahí cuando aún parecía estarse desangrando. No debería de importarle lo que le hicieran a la creatura y lo más lógico y conveniente sería dejar que otros se hicieran cargo de ello, pero había visto demasiadas películas ya como para saber que si el gobierno llegaba a ponerle las manos encima a ese tritón lo encerrarían en una locación ultra secreta, le harían sufrir a más no poder con experimentos, arrancarían sus escamas y terminarían por casi matarlo, en el mejor de los escenarios... Ese tritón era demasiado hermoso como para terminar de esa lamentable manera.

Y Satoru era lo suficientemente confiado (estúpido, idiota, impulsivo), como para creer que él podría ocuparse del tritón exitosamente.

Así que, luego de volver a cubrir al hijo perdido de poseidón con algas y colocarse los calcetines y zapatos, emprendió su camino de vuelta a la costa, con el objetivo de acercar su coche lo más que pudiera hasta aquel acantilado. Era una travesía para la que necesitaría hacer malabares, pero, con un poco de suerte, lograría meter al tritón en su coche y nadie lo vería.

¿Qué haría para hacerse cargo de un ser que no conocía en lo absoluto? Bueno, ese ya sería un problema para el Satoru del futuro.

Wherever This GoesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora