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LUCY
Cinco meses después de romper.

Jamás había estado tanto tiempo quieta en toda mi vida.

La gente viene y va frente a mi camilla y no se detienen a mirarme ni siquiera un segundo. El aroma a alcohol es muy fuerte y cuando me inunda por completo y de golpe la nariz, me marea.

Debajo de la camilla, dentro de la bolsa, mi celular no ha dejado de sonar toda la hora, no sé quien es, pero no dejo de pensar en Melisa y eso me hace sentir mal. Intento concentrarme en lo que tengo enfrente, un cubo pequeño para orina.

Esta bien, pienso, puedes hacerlo.

Siempre he podido hacer todo.

Pero las manos me tiemblan cuando sujetan el plástico frío y me sudan un montón cuando lo suelto, dejándolo apretujado contra mis muslos. La enfermera me ha dicho que no la espere, que haga lo mío y ella regresará pronto para hacerme compañía.

Respiro, pero se me queda atorado justo en medio del estómago, siento como todo el aire está ahí, pero no puedo soltarlo, no quiero hacerlo.

Decido creer que todo estará bien cuando me vaya de aquí.

Recién envié la solicitud de la universidad y ya he empacado la mayoría de mis cosas en cajas llenas de cinta adhesiva, mientras papá hacía limonada en la cocina y mamá daba golpecitos en la mesita del comedor al ritmo de una canción que estaba de moda cuando ambos eran más jóvenes.

Me bajo de la camilla teniendo el estómago hecho un lío, camino hasta el pequeño baño que hay en la habitación 220 y cierro la puerta. Afuera apenas y hay un sonido, supongo que es alguna regla del hospital, pero a mí me parece molesta. Me hace falta que alguien grite o que los niños lloren, al menos así sabría que todo está normal afuera.

Pero es que, últimamente no entiendo nada. Hace años que no había nevado en la ciudad y esta es la primera chamarra que encontré en el mueble de mi hermana así que huele a humedad y a moho.

Intento hacerlo en el vasito, es diminuto y siento como todo se escurre por los lados. ¿De verdad necesito esto? Es simplemente humillante. Melisa tenía razón, si tan sólo me hubiera quedado en casa hoy, quizá no estaría dándole vueltas a este estúpido malestar.

Termino rindiéndome, le pongo la tapa de plástico y enrosco el cosito. Cómo me hubiera gustado que Melisa estuviera aquí, tendría una sonrisa en el rostro y me abrazaría la espalda incluso cuando antes casi no nos hablábamos.

A ella no le gustan mis decisiones y a mi me gusta prácticamente ignorarla.

Cuando estoy de nuevo afuera, me siento en la camilla a esperar, ya me he lavado las manos y tengo la tela de los pans mojada; la puerta se abre y entra la enfermera, tiene una sonrisa gigantesca en la cara y los ojos le brillan.

Me recuerda a mamá, es rubia y tiene unas pestañas enormes que hacen que cualquiera se vea fea a su lado. Mi padre siempre dice que yo me parezco a ella, aunque sé que sólo lo dice para hacerme sentir bien, porque es mentira. Porque tengo una hermana y entre las dos, yo parezco adoptada. Pero no me molesta ser diferente, nunca me he sentido externa.

—¿Te ha ido bien, linda? —me pregunta Lidia, la enfermera. Su placa de metal brilla con la luz de la habitación y ella me tiende el control del televisor para que no me aburra cuando se marche de nuevo. —Me llevaré ésto al laboratorio y tendremos los resultados en unas tres horas, pronto regreso para sacarte unas muestras de sangre. Mientras recuéstate y descansa.

Y vuelve a irse. Me siento sola, pero intento concentrarme en el sonido de mi celular aún en la bolsa. Me pongo cómoda porque he estado aquí básicamente toda la mañana y estoy casi segura de que estaré aquí mucho tiempo más. Rebusco dentro del bolso y saco el aparato, es viejo y está a punto de morir pero no lo cambiaré pronto porque últimamente no confío en la tecnología.

Lo apago y vuelvo a dejarlo dentro.

Subo los pies a la cama y los abrazo, estoy confundida, odio los hospitales y estoy completamente sola rodeada de máquinas y personas que no lloran en las habitaciones contiguas, sino que guardan un silencio muy intenso.

Melisa hubiera querido venir conmigo y yo también, a veces detesto hacerme la fuerte. Es en los momentos como este cuando quiero meter el bote de mantequilla de maní debajo de la cobijas, lamer una cuchara y pensar que puedo borrar el pasado.

Y si pudiera hacerlo, regresaría, sin dudarlo, al inicio del verano, cuando conocí a Asher. El chico de la tienda de antigüedades, con el cabello negro y los lentes de aviador que no tenía ni un puto pelo de estar cuerdo; ni siquiera puedo quejarme, Asher era guapo y nunca ningún chico me había seguido hasta la parada del autobús ni siquiera si estábamos saliendo.

Asher lo hizo, casi todos los días del verano pasado.

Odio pensar en eso, odio pensar en él y en su estúpido cabello que parece ser de película antigua. Y lo odio más porque él puede hacer lo que quiera, yo no. Siempre estaré atrapada en mi vida.

Siempre seré Lucy.

La puerta de la habitación se abre demasiado pronto, llena el espacio, pero me cuesta reconocer el perfume de la enfermera. Quiero que hable y me diga que estaré bien y que esto le pasa a mucha gente o que tan solo me tome la mano. Pero no lo hace y en su lugar, cierra la puerta detrás de él.

—Sé lo que dijiste, pero aquí estoy. —su voz es  igual a como la recordaba y su aroma sigue igual, una mezcla de agua con sal y coco. —Lucy, lo siento, te vi en la parada del autobús y tú no parecías tú...

—Vale. —me cuesta trabajo saber porque no me sale la voz. Tan sólo al verlo se me rompe el corazón y me duele el estómago. Lo odio, ya lo había olvidado. —Vete, no quiero verte.

Susurra un lo sé. Pero no se mueve ni un milímetro. Asher levanta la mirada y la clava sobre la mía, que trato que sea dura e indiferente.

Que se joda, pienso.

Lo odias, pienso.

Es un idiota, pienso mil veces.

Pero las manos me tiemblan y quizá eso haga que se de cuenta. Pero Asher nunca se da cuenta de nada y no sé si eso está a mi favor justo ahora.

—¿Cómo entraste? ¿Estas demente? Te pedí una sola cosa, te dije sé no quería verte y aquí estás. De verdad, el verano estuvo bien, pero se terminó. No se como quieres que te lo diga para que comprendas que para mi ya no existes y debería de ser lo mismo para ti.

—Lucy

—No, sólo quiero que te vayas. No me llames. No vayas a buscarme a mi casa porque molestas a mis padres. No me busques en el trabajo. No te necesito. Ni a ti ni tu ayuda.

¿Me siento mal? Sí.

La enfermera entra de repente, no ha escuchado nada porque ahora trae un par de agujas empaquetadas, una caja de jugo de naranja y unas galletas. Le da una mirada al chico frente a mí y me sonríe como dándome su aprobación.

Entonces, todo se vuelve borroso e incomprensible. Es como si estuviéramos de vuelta en el pasado. Cuando me recogió en casa una noche antes de que mis padres discutieron en la cocina y Asher pareciera tan tranquilo cuando nos metimos en el mar y yo moría de miedo.

—Tengo muchos miedos, —le dije.—no quiero morir. —Asher me sujetaba la mano con fuerza mientras la corriente nos jalaba más adentro del mar. El Volvo de su madre apenas era un punto lejano en la playa y hacía tanto calor que parecía que todo estaba a minutos de derretirse. —Prométeme que nos quedaremos así, que te quedarás conmigo.

Lo prometió y semanas después, rompimos.

Si no me dices la verdadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora