21. De confesiones y otras intenciones (parte 1)

173 32 48
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.



«Por si acaso», le había repetido René.

Cillian no podía olvidar el tacto de la daga ni los extraños deseos de liberación que esta había despertado en él. Se creía una buena persona, aunque, en el fondo, tan solo mantenía la ira y la rabia enquistadas en algún lugar de su interior. No les dejaba asomar cabeza y, si lo hacían, la culpa caía sobre ellas como si de un martillazo se tratara. Aun así, en ocasiones, esas cabezas sobresalían demasiado, la culpa no golpeaba a tiempo y se batían entre ellas a punta de lanza. Cuando esto sucedía, tener un filo entre las manos le parecía la peor de las ideas, pues si bien apuntaban en distintas direcciones, todas exigían un cobro de sangre.

El poeta entendía que la oscuridad podía estar en cualquier parte y que él no era una excepción. Por eso, sentir el arma rozando su piel le había aterrado.

Recordó cómo terminó con aquel hombre. ¿Acaso no había descubierto, así, la peor versión de sí mismo? Sin duda.

No estaba seguro de haber hecho lo correcto, pues la daga era tan peligrosa en sus manos como en las de René. La cabeza le daba vueltas entre imágenes, rabia y miedo. Una parte de él le gritaba al oído que había llegado el momento de actuar, pero a la vez se sentía pequeño, inseguro.

Alguien entró en la zona en la que estaba, apagó las velas y se marchó. Eran más de las ocho.

Entonces, le pareció ver la silueta de duBois observándole desde el umbral. Es más, aunque no tan intenso como en ocasiones anteriores, también le pareció notar el aroma a canela, lo que inevitablemente le hizo recordar el sabor de sus labios.

La silueta se alejó con una sutil invitación, sin embargo, una vez fuera no pudo verla. Todo había sido una ilusión.

Seguía hechizado.

Lo que sí vio, en un rincón de babor, fue al intendente rodeado de varios miembros de la tripulación. Este lo miró por encima de las cabezas de sus compañeros, frunció el entrecejo con desdén, dio un trago a una copa y continuó dialogando con los demás, aunque todos bajaron las voces hasta reducirlas a un murmullo incomprensible. Cillian imaginaba lo que estaban urdiendo allí. También que lo habían dejado fuera.

Lo que ellos no podían imaginar, en cambio, era que Margaret los observaba oculta en las sombras. Cuando el poeta cruzó mirada con ella, la muchacha se llevó el índice a los labios y, a modo de amenaza, dibujó una línea horizontal en torno a su cuello.

Cillian no quería problemas. Subió a proa y se acurrucó tras el mascarón. Desde allí contempló el caer del sol y la llovizna a trasluz de los faros mientras los pensamientos, errantes, iban y venían sin control alguno.

Teach se le acercó con paso solemne y algo asomando a su boca. Cuando estuvo frente a él, depositó un ratón muerto a sus pies, arqueó la espalda y liberó un maullido perezoso.

BASTARDO (Bilogía 1/2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora