Encarnación Involuntaria

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Historia adaptada y basada de el cuento de Clarice Lispector.

Encarnación involuntaria

Ya había hecho esto en demasiadas ocasiones como para llevar la cuenta. Era como un pasa tiempo. Observo, encarno, perdono. Un patrón que nunca cambia, que no debe cambiar. En mi vida siempre ame ver a las personas, cada detalle, cada anomalía. No me perdía de nada y aunque ahora no se me puede considerar del todo viva eso no cambio.

Pero, antes me costaba perdonar. Es una acción con cierta dificultad…un don para apreciar. El perdón es un arte.

Cuando encarno debo tener cuidado. Cuidado de la persona. Cuidado de que la vida no sea muy peligrosa o…atractiva.

Fue un segundo. Un segundo de descuido. Un segundo de olvidarme de aquella regla en el que todo cambio.
 
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¿Que…?

No entiendo.

¿Que…pasa?

¿A donde estoy?

Quiero llorar, ir a mi lugar seguro y pasar la noche en vela pensando en que ocurrió.

Esta no soy yo.

Inconscientemente llevo mi mano a mi largo cabello como hago cada vez que me encuentro nerviosa, pero…no está. Ni mi cabello ni aquella extremidad. Un lamento dejo escuchar, sin sentir las lagrimas deslizarse por mi rostro, mi vista borrosa o el frio de otoño erizar mi piel.

Las personas pasan, me ignoran…no me ven.

Y, de vuelta, me siento mas perdida de lo que algún día creí estar.

Me empiezo a mover. La calle a centímetros de mí, con el eco de un recuerdo de mis pasos resonando con fuerza en la acera al caminar. Y el llanto atorado en mi ser quiere brotar con mas fuerza.

Al llegar a mi casa todo parece aumentar en confusión. Me veo…veo mi lacio y largo cabello castaño mecerse al compás del viento, mi rostro jamás maquillado con delineador que resalta mis verdoso ojos, un labial rosa en mis finos labios. Al abril la puerta las pulseras en mis muñecas provocan un leve sonido. La puerta se cierra y sin necesitar volver a abrirla cuando me encuentro a dentro. Veo como me saco los tacones negros y la chaqueta blanca que elijo cada vez que voy a trabajar. No pasan otros minutos cuando pisadas rápidas y ligeras se oyen bajar apresuradas las escaleras.

Y la impotencia vuelve a inundar mi alma.

Y el llanto parece ahogarme.

Y la furia trata de apoderarse de mí.

No soy yo, quiero gritar, pero nadie me escuchara.

Una sonrisa se forma en mi cara cuando dos pequeños pares de brazos me envuelven y otros labios por breves segundos se posan en los míos.

Mi familia.

No, ya no.

Mi vida dejo de ser mía.

Las horas pasan, los días vuelan y los meses se convierten en años. Y parece que me obsesione con algo que hace tiempo dejo de ser mío. Cada noche veo como cenan en familia, ríen y la que antes era yo le aconseja a quienes solían ser mis hijos.

Susurro sus nombres con anhelo y cuando me voy a verlos dormir siento un par de ojos en mí, pero nadie me ve. Me convenzo de que es mi imaginación.

Las tardes en las que me juntaba con mis amigas suelo vagar por la plaza sin el valor de ver como no notan la diferencia entre antes y ahora.

Y, cuando me acuesto en la cama al lado de mi pareja -aunque ya no soy yo- me imagino que regreso a mi cuerpo y soy yo quien le brinda el mas puro amor.

Pero, lo peor…lo peor fue verlos partir. Uno por uno. Envejeciendo y sabiendo que ya no los veré.

Una vez tuve la leve esperanza de verlos, de convivir por lo menos mas allá de la muerte con ellos.

Hasta que el murió, y eso no paso.

Yo me quede atrás.

Yo no pude avanzar.

No pude regresar.
 
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Fui tan feliz.

Fue un descuido.

Un descuido que me dio lo que por tanto desee en secreto.

Un descuido que me regalo una familia, amor y amistad.

Un descuido del que no me arrepiento.
Si, no debí caer en una vida tan atractiva como lo era la suya.

Si, no debí quedarme.

Pero, era mi turno de vivir. De dejar de observar. Puede que me gustaba mirar, encarnar y perdonar.

Pero, mas me gusto quedarme.

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