I

16 6 50
                                    

Paty


Blablablá, blablá, bla, bla, bla, blablablablablá... Eso es todo lo que le estoy entendiendo al comisario Abelló desde que Santos y yo hemos entrado al despacho. Y tengo hambre. Es casi la hora de comer pero se ve que Abelló no tiene planes para hoy y por eso nos tiene aquí para su propio divertimento. Piensa que ahora que Jandro se ha ausentado una temporada de Barcelona, va a poder domesticarnos al resto. Es divertido hacerle creer que sí, que vamos a acatar cualquier orden que nos dé, que vamos a ser un equipo ejemplar... Se llena de emoción cuando asentimos ambos a cada cosa que nos dice y se viene arriba con una facilidad cómica. Cuando se lo contemos a Jandro, va a echarse unas buenas risas.

Miro de reojo a Santos que sigue muy serio, asintiendo a cada cosa que Abelló nos indica. Se retira un mechón de pelo que le cae por la frente y parece que siente que le estaba mirando, porque me echa un vistazo rápido. Me sonríe un segundo y ambos volvemos a hacer como que atendemos a Abelló, que sigue hablando de lo que quiera que esté hablando.

Y ya no puedo más.

Pulso disimuladamente el botón del pánico de mi móvil, que tengo agarrado en el bolsillo desde hace un rato. Y ese botón hace que el móvil de Santos comience a sonar con tanta intensidad que hasta Abelló se queda en silencio —¡por fin!—, esperando a que Santos haga algo.

Y no se hace esperar la reacción. Mi compañero saca su teléfono y pone cara de preocupación y urgencia.

—Perdone, Abelló, pero es importante que salgamos ya mismo —le anuncia, empujándome hacia la puerta.

—Claro, claro, vayan rápidamente; lo primero es lo primero —le escuchamos que dice mientras salimos por la puerta, echándonos a correr directos hacia la salida misma, como si realmente hubiera sucedido algo.

Ya en el pasillo detenemos nuestros pasos y comienzo a reírme con ganas por lo que acabamos de hacer.

—¿Viste su cara? —le digo a Santos—. Tenía que haberlo hecho antes porque menuda chapa nos estaba dando.

—Tendrías que dejar de hacer eso más bien —me reprende el siempre correcto Santos—. Un día va a sucederte algo de verdad y...

—Y tú irías a buscarme de todas formas —le corto, haciéndole rabiar porque sabe que es verdad.

Pero él prefiere ignorar lo que le he dicho y sigue con el ceño fruncido, algo molesto.

—El botón del pánico es para algo —me recuerda.

—Pero es que yo en ese despacho tenía pánico, Santitos. Creí que iba a caer ahí mismo desmayada del hambre si Abelló seguía hablando.

No desfrunce el ceño y añade un suspiro de desaprobación.

—Sabes que...

Le corto esta vez con un gesto de agotamiento exagerado, seguido de un sonido de ronquido con el que me gano un suave empujón de mi compañero. Pero ese empujón hace que yo me acerque algo más a él y Santos no parece tener ganas de moverse de su sitio. Me mira de forma diferente, o puede que sea la distancia a la que estamos ahora mismo, que es muy distinta de la que normalmente mantenemos. Siento sus ojos azules clavados en los míos. Me fijo en ese mechón de pelo rizado que le cae por la frente y sin querer cada vez estoy más cerca de él. Huele a flores del bosque y a lima, y ese aroma me hace recordar los días de verano en los que los cinco nos acercábamos a la playa después del trabajo para desconectar. Cuando todo era genial y sabíamos que éramos felices sin proponérnoslo. En los últimos años se nos solía unir Ari, que iba a buscar a sus padres al salir de clase. A veces también venía Juan, el padre de Joan, al que siempre le pedíamos que nos contara anécdotas de cuando él era policía, uno de los mejores que ha tenido el cuerpo. Reíamos, tomábamos unas cervezas y charlábamos entre todos, creyendo que así sería siempre nuestra vida.

LivingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora