Crowley no creía en las almas gemelas ni en un propósito divino para cada criatura. Él era un demonio simple dentro de lo que se esperaba.
Le gustaba meterse en la mente de las personas y darles el pequeño empujón que necesitaban para mostrar su verdadera naturaleza. Cosas simples, ya saben.Tal vez fueron sus cientos de años en la tierra que lo convencieron de esto, observaba a la gente jurarse amor eterno y pocos años bastaban para marchitar aquel sentimiento, lo que una vez fue alegría se convertía en algo denso y oscuro. Crowley observaba todo esto, aquella oscura transición de sentimientos que pocas veces terminaba bien.
Pero no era culpa de los humanos (bueno, de algunos si), su padre los había creado complejos, con más emociones de las que podían asimilar.Emociones, que cosa tan pueril. El no se dejaba llevar por esa marea que arrastraba a los humanos y se sentía perfectamente. Él era un demonio, superior en todo el sentido de la palabra e inmune a las debilidades que los humanos sufrían. No creía en el amor a primera vista, en el “felices para siempre” ni cualquier tipo de cursilería barata que se dedicaban los pubertos unos a otros.
Tampoco lo hacía antes de la caída, jamás entendió que era la cosa tan especial que su padre veía en los monos lampiños que correteaban por el jardín, y eso fue lo que lo condenó; la duda, la desobediencia.
Si se concentraba, podía sentir el dolor en todo el cuerpo y el sonido de sus alas quemándose, claro que en venganza a su padre les enseño cómo retozar a aquellos seres que lo condenaron.Tal vez ahí fue cuando inició todo, poco tiempo después de su caída, cuando era un ángel joven (ahora un demonio) de pocos cientos de años, acabando de tentar a una de las criaturas con el conocimiento. Lo que sucedió después con los humanos poco le importó, ya que observando sobre la muralla sur fue el segundo contacto que tuvo con el ángel.
Parado estoicamente con esa mirada celeste suya llena de preocupación, mirando a lo lejos como los dos seres se aventuraban al mundo portando el sable de fuego como única defensa.
Y aunque trató de divertirse viendo cómo los humanos eran atacados por un tigre, toda su atención se centraba en el ángel.
La primera vez que lo vio fue en la creación misma, sin darle importancia ya que ambos eran solamente soldados del cielo, pero esta vez era diferente, ahora la mente de Crowley era corrupta y notaba la belleza del ángel en todo su esplendor, cosa que se negó, claro, tendrían que pasar cientos de años para que el deseo se transforme en algo más puro.Crowley no creía en ninguna de las palabras que recitaban los músicos y los poetas, los observaba con superioridad y procedía a tentarlos, veía como caían en la desdicha y morían. No creía en nada de eso, sin embargo, jamás supo nombrar el suave sentimiento que lo envolvía cada vez que Azirafel aparecía.
El ángel lo saludaba y todo su día se tornaba dichoso, sus trabajos se hacían más fáciles y divertidos, era gracioso el cómo la gente parecía pecar más después de compartir tiempo con su ángel (cabe decir que la mayoría del papado de Sixto IV fue influenciado por un Crowley demasiado felíz para el mundo).
Azirafel era puro, noble, todo con lo que el demonio podía soñar, el ángel era la manzana con la que Crowley no podía pecar.Le tomó demasiado tiempo caer en cuenta que era ese sentimiento chispeante, era amor. Lo cubría como una manta y lo mandaba a volar.
Azirafel era bondad, compasión, éxtasis y alegría.
Crowley era todo lo contrario, él era la maldad que se cernía sobre los hombres, era la sombra del mundo, era egoísmo. Por eso mismo no se atrevía a confesarse ante su ángel, por temor a corromperlo y provocar su caída.Años más tarde de caer en cuenta de sus sentimientos, Crowley solía fantasear sobre el menudo cuerpo desnudo del ángel gimiendo debajo suyo, ronroneaba el nombre de Azirafel a altas horas de la noche y se deleitaba mientras se imaginaba pasar sus dedos por el sedoso cabello blanco.
¿Como alguien tan casto e inocente era capaz de desencadenar los deseos mas bajos de aquél demonio?
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Soulmates
FanficCrowley había estado presente desde la creación del mundo, conocía con exactitud la función de cada cosa y el nombre de cada ser que habitaba la faz de la tierra. Sin embargo, jamás supo nombrar aquel sentimiento que lo embargaba cada vez que Aziraf...