Capitulo XXXV

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De noche todos los gatos son pardos

Aquella noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D’Artagnan, llegó por fin.

D’Artagnan, como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró de un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.

Ketty entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.

D’Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella le había dado un corazón de duquesa.

A las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D’Artagnan comprendió lo que aquello quería decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D’Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.

D’Artagnan se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de gratitud por su marcha.

—Lo ama endiabladamente —murmuró. Luego salió.

Aquella vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la puerta principal. Fue preciso que D’Artagnan encontrase él solo la escalera y el cuarto.

Ketty estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y lloraba.

Oyó entrar a D’Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le cogió las manos; entonces ella estalló en sollozos.

Como D’Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el tapiz.

A la voz de D’Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D’Artagnan mismo quedó asustado por el trastorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin atreverse a decir una palabra.

Por poco sensible que fuera el corazón de D’Artagnan, se sintió enternecido por aquel dolor mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar algo en el programa que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de ablandarlo, sólo que presentó su acción como simple venganza.

Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, e incluso de su habitación. Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la oscuridad.

Al cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D’Artagnan se abalanzó al punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la campanilla.

Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!

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⏰ Última actualización: Apr 21, 2021 ⏰

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Los Tres mosqueteros - Alejandro DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora