Capitulo XXVII

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La mujer de Athos

–Ahora sólo queda saber nuevas de Athos —dijo D’Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.

—¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? —preguntó Aramis—. Athos es tan frío, tan valiente y maneja tan hábilmente su espada…

—Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.

—Yo trataré de acompañaros —dijo Aramis—, aunque aún no me siento en condiciones de montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.

—Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse.

—¿Y cuándo partís?

—Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis, partiremos juntos.

—Hasta mañana, pues —dijo Aramis—; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener necesidad de reposo.

Al día siguiente, cuando D’Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su ventana.

—¿Qué miráis ahí? —preguntó D’Artagnan.

—¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es un placer de príncipe viajar en semejantes monturas.

—Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.

—¡Huy! ¿Cuál?

—El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.

—¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?

—Claro.

—¿Queréis reíros, D’Artagnan?

—Yo no río desde que vos habláis francés.

—¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?

—Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para Athos.

—¡Peste! Son tres animales soberbios.

—Me halaga que sean de vuestro gusto.

—¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?

—A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.

—Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.

—¡De maravilla!

—¡Vive Dios! —exclamó Aramis—. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos! ¡Hola! Bazin, ven acá ahora mismo.

Bazin apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.

—¡Bruñid mi espada, enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas! —dijo Aramis.

Los Tres mosqueteros - Alejandro DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora