Capitulo XVI

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Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana
para tocarla como lo hacía antaño

Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.

—¡El señor de Buckingham en París! —exclamó—. ¿Y qué viene a hacer?

—Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.

—¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville y los Condé!

—¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad.

—La mujer es débil, señor cardenal —dijo el rey—; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.

—No por ello dejo de mantener —dijo el cardenal— que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.

—Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!

—Por cierto —dijo el cardenal—, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.

—A él indudablemente —dijo el rey—. Cardenal, necesito los papeles de la reina.

—Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.

—¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D’Ancre? —exclamó el rey en el más alto grado de cólera—. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.

—La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.

—Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte…

—A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso —dijo el cardenal.

—Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? —dijo el rey.

—Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.

—Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?

—¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!

—Pero puesto que se exponía como un vagabundo y un ladronzuelo, había…

Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.

Los Tres mosqueteros - Alejandro DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora