Ojalá hubiera podido

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Menuda sorpresa, ¿verdad? Sí, para mí también lo es. Después de tanto tiempo sin hablarte, vengo aquí para dedicarte una carta.
Tranquila, no me he vuelto majara, o al menos eso es lo que me gustaría pensar, pero lo cierto es que no puedo afirmarlo con la seguridad con la que tú me contradecías.
A veces me da por echar la vista atrás y, ¿te puedes creer que una parte de mí recuerda esos momentos con melancolía? Igual sí que llegué a creerme tus palabras, incluso cuando juré y perjuré que jamás caería ante tus desprecios...
Me duele un poco, pero reconozco que hecho en falta aquellos momentos en los que discutíamos. Nuestras palabras eran hirientes, nos cortaban la piel como cuchillas, pero aún sintiendo todos esos desgarros, ahí seguíamos, las dos juntas, dispuestas a permanecer una al lado de la otra, queriendo convertirnos en un único ser.

Recuerdo la vez que hicimos un pacto, juramos querernos pasase lo que pasase. Recuerdo cómo me mirabas aquél día a través del espejo, podía ver tu mirada arrepentida inundada en lágrimas sinceras. Aún siento tu piel cálida en contacto con mi mano. Te acaricié la mejilla, asegurándote que no tenías nada por lo que pedir perdón.
Tu voz entrecortada resuena a día de hoy en mi mente, el eco de tu promesa me lleva directamente a ese escenario que compartimos, y juro que, mientras más recuerdo, mayor es el dolor que siento en mi pecho.

Al poco tiempo volvimos a las viejas costumbres, pero con más intensidad aún. Todavía me sorprende el odio que cargábamos contra nosotras mismas. Ese juramento no fue más que una burda mentira que ambas quisimos creer, pero en el que nunca pudimos confiar.

Quiero confesarme hoy ante ti. Siempre he escuchado que el amor es ciego, que cuando te enamoras de una persona, y no sabes encontrar el por qué, la causa, de ese sentimiento, significa que es un amor verdadero.
Yo nunca sentí amor por ti. Nunca pude enamorarme, Dios sabe que lo intenté con todas mis fuerzas. Cada noche, antes de irme a dormir, escribía sobre un papel las razones por las que debería amarte, pero sólo pude encontrar razones para seguir odiándote.
Una noche fue la definitiva. Entendí el motivo de mi aversión hacia tu persona. Estaba emborronando el escrito con mis lágrimas cuando una frase apareció de entre las demás. "Te odio porque me odias". Jamás pude amarte porque tú nunca quisiste quererme. Repudiabas mis besos, mis caricias. Me aborrecías.
Esa misma noche hice todo lo posible por ahogar mi llanto y acostarme a tu lado.

Por favor, no me malentiendas, no te escribo para culparte de lo que sucedió. En el fondo sé que la que más pecó fui yo. No hice ni el más mínimo esfuerzo por entenderte, por intentar cambiar, por hacer que me quisieras.

Si te estoy escribiendo, no es para condenarte, sino para despedirme. Quiero decirte que tenías razón cuando me decías que era una inútil, cuando me repetías que me merecía el daño que recibía. Cuando me pediste que desapareciera.
Nunca fui lo suficientemente fuerte. No pude merecerte.

Sé que lo que digo son tonterías, porque en el momento en el que deje de escribir esta carta, dejaremos de existir, pero de verdad deseo que, algún día, puedas encontrar a alguien merecedor de tu cariño, aunque sepa que estaremos unidas por el resto de la eternidad.

La cornisa del tejado representa el punto y final de esta carta, nuestra historia.

Ojalá me hubiera podido amar.

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