II

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La charla con sus padres había sido agotadora; sin embargo, no se sentía del todo culpable por lo que había hecho. Ni siquiera recordaba con exactitud las palabras furiosas de sus padres en su contra; la imagen del niño castaño había robado toda su atención. Pero una cosa era real: sus progenitores eran demasiado estrictos con él. Lo preparaban para su futuro puesto como rey y creían que la mejor manera de convertir al rubio en un rey estricto y justo era privarlo de la magia de la niñez. Le repetían una y otra vez que debía ser el mejor de todos, correcto y sin errores, dedicando su tiempo a idear estrategias para recaudar más dinero. Tampoco podía hablar con los campesinos; la familia Taylor era de sangre azul, digna de admiración, mientras que los pueblerinos eran vistos como personas horribles. Sin embargo, Roger ya no pensaba así después de conocer a John; todas las reglas y lecciones que sus padres le habían inculcado desde que tenía memoria respecto a los campesinos se habían esfumado.

—Aléjate de todos los que te hablen, debes pensar solo en mantener este castillo —decía su padre con un tono áspero, dando unos pasos firmes de un lado a otro, mirando al pequeño sin piedad alguna—. Dinero, eso es lo único que debe importarte. ¡Dinero y poder!.

El pequeño asentía; sabía muy bien que eso era lo que su padre esperaba de él, que lo obedeciera sin importar qué. Pero a Roger solo le importaba John, ese castaño de ojos de ensueño. Esperaba ansioso el día siguiente para encontrarse con su nuevo amigo y finalmente terminar su casita. Aunque en realidad ya no la consideraba solo suya; ahora era de ambos. Quería a John en su vida, lo quería como amigo y deseaba compartir todo con él; se había ganado su corazón con esa sonrisa tan sincera que sabía llevar.

—¿Estás escuchando? —exclamó su padre golpeando la mesa al ver a su hijo sumergido en fantasías. El pequeño se asustó al ser arrancado tan crudamente de sus sueños.

— S-sí, padre —respondió con voz aguda e insegura.

Michael lo miraba con desaprobación. Debía evitar que el príncipe se desviara del camino por el que él lo estaba guiando. Winifred, su madre, solo estaba sentada en la punta de la mesa, observando toda la escena. Le apenaba su niño, pero sabía que todo eso era por su bien. Michael no dejaba de repetirlo cuando ella le daba su opinión al decirle que estaba siendo muy duro con el menor.

—Vete a dormir —ordenó su padre, apoyando ambas manos sobre la mesa y dejando caer su cabeza, completamente frustrado.

El rubio bajó con cuidado de la silla y corrió a su cuarto al tocar el suelo. Estaba feliz; había llegado la noche y por fin podría dormir para el día siguiente jugar con John. Se metió en la cama apurado y se tapó con la manta. Intentó cerrar los ojos, pero le fue imposible; su imaginación no dejaba de inventar posibles escenas con el castaño. Tuvo que esperar algunas horas e imaginar varios escenarios para conciliar el sueño.

Los rayos del sol anunciaron nuevamente el comienzo de otro día como era costumbre. Sin pensarlo, se despojó de las mantas de terciopelo que adornaban su cama y, antes de salir de su habitación, comprobó que nadie estuviera cerca. Abrió la puerta despacio y se asomó poco a poco. No tuvo de qué preocuparse; era bastante temprano y sus padres seguían durmiendo. Silenciosamente, caminó por los grandes y extensos pasillos del palacio hasta llegar a la puerta trasera por la cual casi siempre ingresaba el personal de trabajo. Salió y corrió hacia la gran reja en busca ansiosa de su amigo, pero al llegar no vio a nadie. Era demasiado temprano; la emoción fue su impulso y se encontraba parado en la entrada del castillo en la madrugada veraniega. Aun así, no pensó en irse; se sentó en el lugar y esperó al campesino. No iba a levantarse por nada en el mundo; solo le importaba ver a John. Mientras tanto, podía imaginar cómo se vería su casita una vez terminada; incluso podría mudarse con John a vivir allí.

El príncipe Taylor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora