Morgan cumplía dieciséis años. Lo de las fiestas no era algo que le fuera mucho, pero su madre había insistido en montar una pequeña celebración. Invitaron a sus amigos, que tenían hijos adolescentes, a los vecinos e incluso a la familia lejana, si hablamos de cercanía y no de distancia. Una reunión social de adultos en toda regla, vaya; pero se lo tendría que tragar de todas formas, aunque ella fuera el último asunto en el que se pensase.
En su casa, las mañanas antes de cualquier celebración siempre eran un caos. Mientras en la planta de abajo se alborotaba todo cada vez más, con su madre y sus tías dando vueltas de un lado para otro, en la planta de arriba Morgan estaba despatarrada sobre la cama, intentando ignorar todo el ruido de fondo con su música a un volumen insalubre.
The Visitors daba ya la quinceava vuelta consecutiva, instalándose como su álbum de confort de la semana. Lo había pedido cuando cumplió doce años, pero no se lo regalaron, en lugar de eso le dieron unos guantes y una bufanda. Nunca se los puso y además tuvo que ahorrar ella sola y esperar a que el vinilo se encontrara en alguna tienda de segunda mano para comprarlo. Si el caso fuese que su familia no tenía dinero para poder pagarlo, lo habría entendido, lo habría entendido a la perfección, pero no era eso. Simplemente obviaban lo que quería y regalaban lo que a ellos les apetecía, querían moldearla como a una muñeca; si quería unas zapatillas, le regalaban un juego de té, si es que pedía apuntarse a matemáticas avanzadas, la apuntaban a natación.
«Pero así es como las cosas funcionan, querida», le decía su abuela. El caso es que ella sabía cómo funcionaban las cosas, encasillando a todo el mundo en una plantilla sin libertad de elección. Lo que es de chicos, es de chicos; y lo que es de chicas, es de chicas, eso le habían dicho toda su vida. Tú te casarás y cuidarás de tus hijos, tu marido, sin embargo, apenas los verá, estará muy ocupado partiéndose el lomo trabajando porque tiene una familia a la que mantener. ¿Quién en su sano juicio querría que las cosas funcionaran así? Morgan desde luego no. No se iba a casar con ningún hombre, ni a hacer el papel de ama de casa, eso lo tenía claro.
Aun así, su familia siendo tan tradicional, se arriesgaron a ponerle un nombre masculino, porque es lo que el bisabuelo Morgan quería, ¡y Dios le lleve la contraria! Así que ahora cuando alguien dice que «Van a estar los hijos de los Jeffords, se llaman Morgan y Sam», todo el mundo se espera a dos chicos y bueno, Sam es un chico, sin duda, pero Morgan...
—¡Morgan! –la voz de su hermano sonó al otro lado de la puerta– Ven a ayudar abajo, o se van a volver locas. Mamá está haciendo ensaladilla y lleva como tres boles, eso no se lo va a comer nadie. Venga, en serio, levanta el culo y ven –Morgan se mantuvo en silencio. Tal vez podría fingir estar dormida incluso con todo ese ruido–. ¡Voy en serio! No pueden hacer tantas cosas solas. Además, ni siquiera viene tanta gente, es desproporcional. Baja a ayudarlas o llama a la tía Michelle para que venga.
Solo haz que Sam se calle, pensó. Se deslizó hasta el suelo perezosamente y gimoteó al chocar con la madera fría. Levantó la aguja del tocadiscos y se posicionó al otro lado de la puerta.
—¿Y por qué no bajas tú?
—Porque yo estoy ayudando a papá a montar todo en el jardín. Venga, anda. Ya sé que no te gusta, pero esto lo hacen por ti.
No era verdad, no lo hacían por ella. Lo hacían por compromiso social y por quedar bien. Porque eso era lo que más les importaba: mi casa perfecta con mis hijos perfectos.
A Morgan le parecía evidente el motivo de porque no los tenían como el modelo ideal en el vecindario, sin embargo, parecía que su madre todavía no había llegado a esa conclusión o, de haberlo hecho, la ignoraba. Pero eso no es algo que se ignore y no vamos a dejar de ser negros de un día para otro, mamá, pensó mientras pisaba el último peldaño de las escaleras.