La edad de la Luna

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  • Dedicado a A José Watanabe
                                    

¿La edad de la luna?
Yo diría,
más o menos, trece años.[1]

  

De todas las mañanas que pasé en el monasterio, recuerdo una en especial: hacía mucho frío, y el padre prior, en lugar de llamarnos al templo a rezar nuestras oraciones, nos había reunido alrededor del fuego de la chimenea. Estábamos a punto de comenzar las maitines, cuando unas hermanas, que siempre nos llevaban el pan y la leche, entraron corriendo a la habitación.

–Perdónenos, padre Miguel –susurró Inés, la más joven–, veníamos con las cubetas y sucedió algo imprevisto –no pudo terminar de hablar, porque tras ella surgió el rostro adorable de una niña, una niña tan hermosa, que al instante, todos quedamos en silencio.

–La encontramos en el vado del río –se apresuró a explicar la hermana Margre–. No quería salir del barro y casi tuvimos que obligarla a venir.

–¡No ha dicho una palabra durante el camino! –agregó Inés.

El padre Miguel le pidió a la niña que se acercara y, sonriéndole con cariño, le preguntó su nombre.

–Liu –exclamó la niña y ladeó la cabeza para mirarlo como suelen hacer las aves.

Creímos que así se llamaba, pero, gracias a la entrevista, supimos que era lo único que podía decir. Nuestro prior rogó a las hermanas que se la llevaran al convento para asearla y vestirla, pues luego deseaba volver a examinarla y averiguar cuanto antes su procedencia.

Antes del almuerzo, se me ordenó ir al convento y al llegar a él, escuché una mezcla de gritos y llanto que me dejó anonadado. Liu pataleaba dentro de una bañera, mientras las monjas trataban de quitarle el barro y las algas del cabello. En un descuido, la niña dio un salto prodigioso y quiso escabullirse por el resquicio de la puerta, donde yo le cerraba el paso. Por un momento, pareció asustada, pero en seguida me sonrió, y aunque me sentí lleno de vergüenza, no pude apartar la vista de su rostro.  

–Escúchame, Daniel –susurró la hermana Margre–, ahora vas a cerrar los ojos y, poco a poco, vas a retroceder.

La niña, al verme salir, empezó a lanzar grititos de angustia.

–Espera – me suplicó Inés–, quédate un rato, por favor.

Obedecí y Liu cesó de llorar. Las hermanas se la llevaron en vilo a la bañera y mientras la frotaban con una esponja y gruñían por lo sucia que estaba, la niña me miraba de un modo que no tuve descanso, hasta que la vistieron y pude conducirla al monasterio.

Entramos al refectorio. Ya los demás estaban de pie ante la mesa orando con avidez; el padre Miguel nos señaló una banca vacía a su lado y, en un santiamén, nos llegó de la cocina una enorme fuente repleta de congrios. El platillo se veía delicioso y, sin embargo, todos estábamos pasmados viendo la destreza que tenía Liu para separar la carne de las espinas, y lo hacía con tal gusto y velocidad, que, en un descuido, ya no había sino una porción de astillitas blancas sobre la mesa. Poco después, vino el cocinero a preguntar si alguien había terminado, y como Liu fue la única que adelantó su plato, se la premió con la carne más tierna y le dieron, aun, frutas de la despensa como postre.

Luego del refrigerio, la mayoría abandonó el comedor, con excepción de los tutores. Escuché que iban a examinar a Liu y les pedí que me dejaran observar; el prior llamó a la niña y le preguntó de dónde venía, primero en nuestra lengua y después en distintos idiomas, sin olvidar los más extraños. Ella permaneció callada, royéndose las uñas. De pronto, se paró de un salto, tiró lejos los zapatos y comenzó a desfilar descalza frente a las mesas. Quiso hacer lo mismo con las ropas, y el superior la detuvo y le ordenó tomar asiento. Liu obedeció trepando a uno de los bancos de cedro y, luego, recibió otras órdenes como cantar, comer, beber y calzarse, lo cual cumplió con suma puntualidad.

Un talismán para LiuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora