El asesor

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La puerta se cerró a sus espaldas. Había dado la orden de que todos dejaran la habitación, que lo dejaran pensar, pero sabía que había una persona que seguiría ahí parada, incólume, inexorable, indiferente a cuanto problema mundano pudiera pasar por mentes menores a la suya. Estaba tan seguro de que estaría ahí cuando voltease como de que los mocosos de los que habían conversado esa noche encontrarían su destino antes de que amaneciera; después de todo, había sido él mismo quien dio la orden. Pero, ¿en realidad había dado la orden? Había sido su propia voz la que había sonado, sus labios los que se habían movido. Los de él apenas y se torcieron en un amago de sonrisa. Casi nunca sonreía con los labios, su sonrisa estaba siempre en sus ojos.

Parado en silencio, observando desde la ventana la torre de la Catedral de Lima, escuchó sus pies moverse sobre el suelo, lentos pero firmes, y no pudo evitar pensar una vez más en la primera vez que había escuchado ese caminar.

La primera vuelta estaba ganada, pero en la segunda las cosas serían mucho más complicadas, y era imperativo desaparecer ese juicio, ese juicio podía arruinarlo todo. Cuando le presentaron al "doctor" le pareció un tipo poco resaltante. No era atractivo, ya en ese entonces la calva ganaba terreno sin piedad, y el típico peinado hacia el lado hacía poco por ocultar lo que en un par de años se convertiría en una superficie tan lustrosa que acarrearía las burlas hasta del más imberbe de los pelagatos que rondaban los locales partidarios tratando de tomar para sí una pizca de poder.

Pero nadie se burló. Dos semanas después, escuchó sus pasos caminando por el pasillo que daba a su oficina y casi por arte de magia su mayor riesgo se había desvanecido. Era obvio que era un tipo poderoso, y el poder siempre le había atraído, aunque a esas alturas no tenía claro para qué lo quería. Todo había comenzado esa noche, la noche en la que comenzó a confiar en él, la noche en la que dejó de pertenecerse a sí mismo. Últimamente le parecía que ninguna decisión era suya realmente, todas eran de él, y sin embargo, seguía.

- Alberto...

- ¿Va a funcionar?

- Obviamente

- ¿Cuánto tiempo?

- Dos semanas al menos, después va a haber que buscar por otro lado, pero no va a ser difícil.

- Está bien, dos semanas, dos semanas.

- Alberto...

- ¿Lo de Colombia cómo va?

No respondió. Sus silencios eran los peores. En silencio él maquinaba, tejía, inventaba, pero había un silencio destinado sólo para sus momentos a solas, y tenía claro cuál era el objetivo de ese silencio. Cuando sintió su mano en el codo, su estómago volvió a hacerse un nudo. Sabía que él disfrutaba mantener las cortinas abiertas.

- Mi hija va a venir – dijo intentando disuadirlo, aunque sabía que era inútil.

- Je, ¿para qué va a venir? Anda bien feliz pintando palacio.

- No sé, puede llegar.

- Que llegue, cojuda no es, ni le va a importar.

- ¡Cómo no le va a importar!

Había gritado. Sabía que lo iba a pagar caro, pero no se había podido controlar. La expresión divertida que apareció en su rostro era la señal de que toda esperanza de resistir había desaparecido. Volvió a voltear hacia la ventana, esperando ganar un poco de tiempo y, tal vez, llegar a calmarse.

- Creo que Dominguez ya sabe. – dijo después de un minuto en silencio que pareció una eternidad.

- Dominguez no sabe ni mierda. A su esposa se la come medio Chorrillos y el huevón se cree el gran pendejo porque un par de cholas se le regalan.

- Tú crees que puedes controlar a todo el mundo, eso pasa.

- De repente no a todos...

Pero a ti sí. No había sido necesario que termine la frase, los dos lo sabían. La ilusión de haber estado al mando no le había durado ni dos horas. Una botella de wiski, una conversación sobre los planes a futuro, y nunca más había vuelto a ser el mismo.

- Alberto. – La suavidad en su voz había desaparecido.

- Ya estoy cansado por hoy. Mañana estos huevones de La República seguro ya van a estar enterados del rollo y después quien los para... - Sintió su mano en la cadera

- Mi presidente...

Eso era todo. No había objeción que pudiera poner.

Después de la primera embestida, no hubiera sabido decir a quién había mandado matar esa noche.

El asesorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora