«Teresa no me lo contó como un secreto, pero cuando lo dijo yo sentí que me descubría todos los secretos del universo. No me sorprendió todo lo que dijo, pues siempre es bueno saber que uno tiene la razón. Me lo dijo así:
—Las estrellas caen hechas pequeñas bolas de fuego, que cuando caen al mar, se apagan.—dijo, y luego agregó—Es como cuando la gente muere y va al cielo. Solo que las estrellas van al mar, y allí descansan en paz.
Yo no entendía que quería decir «descansar en paz» y tampoco entendía muy bien lo que era morir, pero mamá siempre decía que cuando alguien muere, descansa en el cielo. Así que supuse que Teresa decía la verdad. Por otro lado, no me había sorprendido mucho saber que las estrellas del cielo y las del mar eran las mismas, eso ya lo sospechada desde hace algún tiempo, me parecia una gran coincidencia que en el cielo hubieran estrellas y en el mar también, solo me sentí feliz de que alguien confirmara mi teoría, luego algo vino a mi mente.
— ¿Y siempre caen en el mar?— pregunté
—No. A veces caen en bosques, desiertos o en ciudades, también— hizo una pequeña pausa, como eligiendo las palabras que iba usar para decir lo siguiente— Y cuando eso pasa, el fuego no se apaga, sino que crece y quema todo a su paso.
—Oye, ¿y tú cómo sabes todo eso?— dije, de pronto desconfiada por el hecho de que, si ni siquiera mi madre sabía todo eso ¿entonces por qué ella si?
— ¿Yo?— dijo a la defensiva— Pues porque lo leí en un libro de ciencias.Tuve que admitir que aquello tenía sentido, sobretodo porque yo no sabía leer, ni tampoco sabía qué significaba la palabra «ciencias». Así de pequeña estaba. Pensé en esa conversación por mucho tiempo, y deseé con todo mi corazón que una estrella cayera en un lugar donde yo pudiera verla y salvarla. A veces miraría el cielo, y si no había ninguna estrella, pensaría que todas habían caído esa noche y que pronto habría una para mí. Poco importaba lo que había dicho Teresa sobre el fuego y la destrucción, yo hubiera sido capaz de correr hacia la ardiente estrella, tomarla en mis manos, sin importarme el dolor, y llevarla al mar, para que descansara como muchos de nosotros descansabamos en el cielo.
Pero el tiempo pasó, y la inocencia se desvaneció.
Años después descubrí que las estrellas del cielo y las del mar, no son las mismas. Teresa había mentido, y probablemente tampoco había leído ningún libro de ciencias. Aún así, todo el asunto jamás se borró de mi mente. Es normal que a veces, ciertas palabras, frases o historias contadas por otros se quedan con nosotros sin razón aparente, simplemente nos marcan, dejan huellas y es nuestro trabajo darles un significado que nos ayude a seguir avanzando.
Fue una noche de abril cuando le di un propio significado a toda esa historia que inventó Teresa.
Estaba en un balcón viendo la ciudad, realmente no estaba prestando mucha atención a lo que veía, estaba más bien inmersa en la nada, casualmente levanté mi vista al cielo, y lo ví salpicado de estrellas, no eran demasiadas, pero estaba esta estrella en particular que era mas grande y brillante que las demás. Me encontré siendo una niña otra vez, deseando que cayera, pero no cerca de mí sino en el mar, que se apagara su fuego y que descansara en paz porque si cayera cerca de mí, yo no podría salvarla.
Eso era, yo no podía salvarla. No del daño que ella misma iba a causar.
Se me ocurrió entonces que simultáneamente todos, absolutamente todos, somos cielo y estrellas. Como cielos, las personas que amamos se convierten en las estrellas que iluminan nuestro firmamento, y como estrellas, iluminamos el cielo de las personas que nos aman. Pero sucede que—y esto lo digo siguiendo la línea que trazó Teresa hace mucho tiempo—como estrellas caemos y como cielo solo podemos observar a nuestras estrellas caer.
Siendo cielo, puedes ver a quienes amas caer en caida libre a la tierra, envueltos en fuego, listos para destruir todo lo que está a su paso, incluidos a ellos mismos. No los puedes sostener para siempre, no podemos elegir donde caerán, pueden terminar en el mar o muy lejos de él. Ardiendo y destruyendo. Y como estrellas, ya quedó claro, no podemos ser salvados. No de nuestra propia caida, no de nosotros mismos.
Estaría mintiendo si digo que eso no lo sabía ya, pero era más que eso. Porque siempre lo había sabido, pero nunca lo había entendido, no realmente. Es que es mas fácil entender las cosas complicadas cuando las decimos con nuestras propias palabras. Y por fin había encontrado las palabras para explicarmelo a mí misma. Que caemos solos y por mas que extiendan la mano desde arriba para atraparnos, no lo lograrán.
Lo siento por eso, de verdad.»