Silvana observó como la última gota de agua agitaba su imagen proyectada en el agua del cántaro que acababa de llenar, lo cargó con ambas manos y comenzó su camino de regreso a casa. Caminaba al lado de la fila que antes estaba detrás de ella, personas que esperaban su turno para llenar sus recipientes de agua del tanque de la alcaldía. Sus sandalias resonaban con cada paso sobre el camino empedrado. Su caminata no era ruidosa, sino que el pueblo era silencioso. Era temprano por la mañana pero, al portal de las casas por las que pasaba, se preparaban niños y jóvenes con sus herramientas para la fabricación de bolsas y, sobre todo, hamacas. Así era Concepción Quezaltepeque, un pueblo dedicado a la jarcia y a la comercialización de ella. Había sido hace menos de dos meses que se creó una cooperativa municipal para un trato más justo con los productores y con los comerciantes. Funcionaba bien, hasta hace un mes que la enfermedad invadió el pueblo. Normalmente se verían hombres trabajar en productos junto a sus hijos, quienes aprendían con atención y daban lo mejor por llevar el paso de sus papás; pero ahora solo quedaban los hijos fuera trabajando mientras sus papás se escondían o yacían encamados por la enfermedad. Fue algo repentino e inusual. La enfermedad causaba una gran fiebre, escalofríos y la pérdida del habla; sin embargo lo más raro de la enfermedad era que solo afectaba a los hombres. Esposas e hijos vivían bajo el mismo techo que los hombres enfermos y aun así era otro hombre de otra casa el que resultaba enfermo antes que alguno de ellos. El pueblo se había vuelto desierto de adultos. La mayoría de los hombres estaban enfermos y sus esposas no se separaban de ellos en ningún momento a menos que fuera sumamente necesario. Era el deber de los niños y jóvenes realizar todas las tareas del hogar.
Silvana pasó junto a la plaza donde se encontraba la iglesia y la alcaldía, que estaba cerrada, y giró a la izquierda. El camino no era muy largo, gran parte de él se la pasaba pensando en diferentes cosas: en el pueblo antes de la enfermedad, en las tareas que debía realizar al llegar a casa, en su hermano Osvaldo, en su papá, en su mamá, y un sinfín de otros asuntos. Parecía bastante distraída por ello, pero no era algo que le dificultara moverse por el pueblo, sus pies sabían a la perfección que piedra del camino faltaba, cuales estaban flojas y cuando debía girar a la izquierda o a la derecha. Apenas se dio cuenta cuando ya se encontraba frente al portal de su casa, donde su hermano ya estaba armando cuerdas de diferentes colores.
—Bonitos colores, Osvaldo —le dijo Silvana con una sonrisa.
Su hermano le contestó con una sonrisa fugaz y volvió a concentrarse en su trabajo. Silvana entró a su casa y fue un alivio descansar del pesado calor del sol matutino. Cruzó la salita que siempre daba la bienvenida a ellos y cualquier invitado a la casa, y atravesó otra puerta que la puso en el corredor principal de su hogar. A unos veinte pasos frente a ella terminaba el suelo de cerámica y comenzaba su jardín, muy amplio pero poco variado. A la derecha de este, el techo formaba un pasillo pequeño que era donde estaban su cuarto y el de su hermano. No había paredes que separaron al patio de la casa, solo unas grandes vigas de madera. Se dirigió hacia la izquierda, pasando de largo la puerta al cuarto de sus papás, y llego a la cocina, donde bajó el cántaro con agua. Tomó dos vasos de aluminio, los llenó de agua y regresó por sus pasos hasta la puerta de sus papás. Al abrirla tuvo mucho cuidado de no hacer ningún ruido, colocando su mano con delicadeza, empujando lentamente y caminando muy despacio. Cada vez que abría esa puerta tenía la esperanza de encontrarse con su papá sentado sobre la cama, o buscando ropa para el día y a su mamá haciendo la cama; pero era una ilusión que se mantenía desde hace al menos dos semanas, y este no era el día en que se volvería realidad. Su papá estaba dormido sobre la cama, inmóvil y con un trapo húmedo sobre la frente, y su mamá estaba al lado de él en una silla con el rostro abajo, probablemente también dormida. «La enfermedad sí afecta a las mujeres también» había pensado Silvana un par de veces. Cuando su papá había perdido el habla, también lo había hecho su mamá. Ella estaba siempre al lado de su papá, y no se levantaba de su silla más que para asear a su papá o ella ir al baño. Las únicas palabras que había oído de su mamá desde entonces eran las de los rezos que hacía todos los días. Rezaba por las mañanas y por las noches, a veces hasta muy tarde; por otro lado ya no dirigía la palabra ni a ella ni a su hermano.
YOU ARE READING
Los juicios de las sombras
HorrorSilvana se encuentra viviendo una realidad que jamás hubiera podido imaginar en el pueblo de Concepción Quezaltepeque. Ha pasado un tiempo desde que la extraña enfermedad azotó e incapacitó a todos los hombres. Cuando pensaba que las cosas no podían...