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Esas luces amarillentas posadas fríamente sobre el pavimento, se sacudían en el sonido del motor y su poquedad. Ocurrían sombras, y siluetas, que observaban resguardadas en ese telón tras algún árbol. «Bienvenidos a un nuevo episodio de Gente que sí, un nuevo podcast de la revista Anfibia», exclamó el aparato rectangular, encajonado en ese rinconcito que resaltaba entre números, palabras y colores rimbombantes. «Mi nombre es Cristian Alarcón y junto a Patricia Chaina, vamos a descubrir cada semana un nuevo personaje que sí. Gente que sí, es gente que tiene rock, que vive con la intensidad de los buscadores, que han descubierto nuevos caminos y, aún así, siguen explorando más allá». Stereo y Alexander, se quedaron callados, este último estaba cómodamente recostado, en una actitud objetable respecto a Stereo; con sus manos sobre la caja, sus brazos tras su nuca y sus ojos distendidos a los párpados. Stereo no se escapaba, al menos totalmente, ya que si bien su brazo firmemente aferrado al volante, el otro, en posición a un ángulo obtuso (ya que, de otra manera, con una mínima diferencia, la actitud no sería la misma); su mano sostenía el eje de su cabeza como si le pesara y tampoco fuera suficientemente capaz en sostenerla. En cuanto el macadam se revestía en un celeste virgen y un lubricante helado que las ruedas (en una inercia constante) rayaban. Alexander se quedó en un recogimiento, mitigando algún pensamiento en la reminiscencia lunar. Lo estorbó un poco, aunque el método inconsciente de la madrugada simplemente lo redujo al conformismo de no entenderlo a primeras. Un picor ascendió por el tabique de Stereo, chapoteando de un lado a otro, hasta estornudar. «¡Salud!». Dijo Alexander. Stereo titubeó un segundo. «No, de nada». Respondió, y la cara se basó en una contracción general que sucumbió rápido pues la manga limpió todo, avergonzado, giró la cabeza decorosamente hacia un lado invisible a su interlocutor. Alexander rio un poco, le disgustaba totalmente la descortesía por lo que apenas hizo una mueca de descuido, algo más bien involuntario.
— ¿Podés creer lo de Ronaldo? —Preguntó Stereo, solamente para dejar de encontrarse con ese silencio implacable.
— ¿La Juventus, no? —suspiró, transgrediendo el sistema inicial—. Era previsible, lo dijo en la final de la Champions. —Continuó.
— Vos sabés que estos fichajes tan abismales suelen ser una movida de marketing. —Ni él supo para qué lo dijo, aunque posiblemente haya sido para endulzar al interlocutor, que ya estaba empapado en un pañuelo mojado en lágrimas y flema. Stereo quiso reír, pero la comunicativa de su mirada aniñada simplemente lo enterneció en el reflejo de alcanzar un pañuelo.
— Estos meses son amargamente agradables —posó el dintel del pañuelo en su nariz, y las palmas se apoyaron en los vértices inferiores, un poco encima de las aristas, presionó con sus dos dedos simultáneamente, con amenidad en cuanto el peso aumentaba.
Stereo frenó el auto, y lo condujo al escondite debajo de un árbol. Puso fuertemente la mano en la boca de Stereo y sus ojos se llenaron de pudor como su pecho que parecía que iba a explotar. Se descosió en amainar el temblequeo del miedo y señaló dudosamente el exterior con su dedo índice, donde este también parecía odiarse así mismo por ser el dedo, el dedo esclavo de una mente que lo imperaba a alusiones horrendas. Alexander escapó y miró, con un miedo no tan semejante, apoyando primero la nuca en la ventana, moviéndose como un boxeador en el cajón de resina, y después trasladando el cuerpo en un desplazamiento casi imperceptible. Pudo verlo, y el aliento cálido se rehusó a salir y lo calló. Eran dos figuras al son de una confidencia morbosa, blandamente arrastrando palas y picos, regados por la sombra helada que los encubría. Una mujer, Stereo habría apostado por Polonia (él no hablaría ni con un revólver en la frente), con harapos holgados y envueltos en un cuerpo diminuto. Un tipo con un sombrero al estilo Boater, Fedora o hasta Homburg. Encapsulado en un traje casi inmaterial, quizá protegido por un cuello tortuoso de alguna tela blanca bordada, hasta quizá española. Estos dos giraron su cabeza y observaron, cuatro círculos de nácar rutilantes flotando en la oscuridad de dos sombras. Ellos miraban al vacío; y quizá eso fue lo peor, un ataque que sin vanguardia ni explicación los consumía visceralmente desde adentro. Una vaga oración que suscita desde el subconsciente de Alexander, donde su mirada esta vez fue la encargada de dar la misiva, encendidos en un fosforescente sabio: «Ninguna novedad en esa sed y esa sospecha, pero sí un desconcierto cada vez más grande (...)». Recordó, despertando la curiosidad de Stereo, aunque siempre bajo ese round, un espectador en un silencio grave y magnífico. En ese momento Alexander concluyó con "la reminiscencia lunar", quizá, reminiscencia —temió— refería al color con que se ven, y las lunas que dice —se puso a la defensiva como si esos dos llegaran de un salto, como las películas de zombis o ficcionales, que cayeran en el capó mientras salen de su posición erguida en una ascensión épica (lenta, por supuesto) y magnífica, donde los mirarían desde su altura con ufanidad. Pues no duraría mucho ya que atravesaría el cristal con sus manos y les arrancaría la garganta, para quién-sabe-qué, quizá las comerán en un festín de salsas y otras manos o simplemente dejarán su réplica a la vista de la gente—, son los ojos, otra cosa no podría ser más que los ojos esos nácares.
— Alex, no puedo con esto —dijo con una inocente sinceridad—. Nos vamos.
 Alexander se rehusó y ocupó el volante como pudo. 
— Pará —susurró—. Miremos qué hacen estos. —Paulatinamente fue soltando sus manos que se alejaban tendidas del brazo y se posaban en los muslos. Sus facultades se concentraron en la mirada absorta, mientras esos dos movían cosas inmateriales. Stereo, temblando, aunque más por un sentimiento de persecución, logró (y sintió una gloria abrumadora sobre sí mismo) sacar el estéreo del apartado rectangular. Atendió las necesidades de Alexander y resolvió por estancarse en el embrague, su mano posada en una fuerza reservada en primera, y la otra en el volante.
 La mujer fue escoltada por el hombre, aparentemente había tenido un vahído o algún soponcio donde casi cae al cargar algo (ese algo resultó inextricable ((por la oscuridad que les hacía imposible ver bien)) para Stereo y Alexander), hacia alguna profundidad de los árboles. En ese entonces Alexander, en la misma confidencia que siempre tuvieron, dio el ademán para irse. «Ni loco se me vuelven a ocurrir estas cosas». Pensó Stereo. «Podría estar mirando una película, escuchando música, teniendo sexo y hasta quizá a carcajadas de esos programas ridículos de palabras y estafas. Ni loco, ni loco de nuevo». Se machacaba pensando, en una cuestión que siempre rodeó la misma pregunta. Ninguno de los dos se consultó lo que vieron, lograron —como raramente pasa— llegar al aspecto de la razón. Sabían, lo sintieron y lo pensaron a tal medida, que solamente la muerte les quitaría la vista que ahora yace guardada en un pliegue de su memoria. No obstante, desperdigaban todo, en un mundo de anacronismos: «¿Esa mujer es del interior?». Pensaba Stereo, sabía perfectamente lo ridículo pero poco le quedaba por aferrarse, aunque eso poco guardaba la duda que —Alexander ya se había preparado de antemano—, cómo la reacción de Alexander fue no solo tan estoica sino medida y mesurada.
—Mirá —concluyó Alexander, descosiendo y cosiendo la muralla de dedos entrelazados—. Hace algunos días, Edison, me dio una carta, esta hablaba de cosas que difícilmente pueda explicarme. Más bien —contuvo las muletillas para poder expulsarlo—. Un anagrama poético. Hablaba de la reminiscencia lunar o algo así como un vestigio, el recuerdo solapado de alguna luna decía. Al menos eso estuve pensando.
 Stereo no dijo nada, presintió que faltaba algo más por decir. «No eran los viejos», pensó, sabiéndose ajeno a Alexander.
— Y me atrevo a decir pero requiero que me comprendas, que esto era necesario. No podría comenzar a pensar fuera del temor con dos o tres fragmentos impresos en algún papel, no podría comenzar a pensar fuera del temor. Uno no podría construir un patíbulo sin maderas o sin sogas, ¿me entendés?
Entonces Stereo se quedó en silencio, ateniéndose a la idea de que sus verdades eran una invención suya, pues el mundo volvería a su eje mañana, o la próxima semana con TN anunciando dos prófugos de un geriátrico, o cerca del hospital, donde en una catarsis contradictoria estos dos, posiblemente quincuagenarios, salieron en anhelo de sus delirios y sus fantasías. Sin embargo, la ficcionalidad de ese pensamiento no escapaba en grandes medidas en cuanto al de Alexander. Mientras él, saboreando la amarga abnegación de un silencio de manos cortas, estaba atento a llegar, para correr al portal y meterse como esos gusanitos en los peldaños de los pies. 
— Me surgió —interrumpió—. Pasé algunos parciales y me dieron la posibilidad de lo de California. Se lo comenté a mi madre esta mañana, por poco viaja inexplicablemente hasta el tubo para abrazarme de alegría. —La intensidad fue taciturna, al son de unos ojos pesados, como si aquello fuera un oprobio, con los arpegios de algunas palabras letárgicas y nombres lacónicos.
Volvieron a la rayuela de miedos, saltaron las baldosas, y corrieron dentro del portal. Temblaban y el despedazador seguía enroscado en el fondo del pasillo, que parecía que al escuchar la puerta cerrarse se fue despegando de sí mismo como los alambres; ahora ese pensamiento también lo palidecía Stereo, que, con el corazón en carrera, se lanzó al ascensor como esos arqueros profesionales. Donde subían ambos, aún en un silencio cortés, deseando que la tele los devuelva al encierro seguro, ya que el caos encrespaba silenciosamente allá afuera.

LaurelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora