Capítulo 4.

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Yuewang fue la segunda ciudad que visitó, donde tuvo la fortuna de ver uno de sus templos más gloriosos aún en pie. De hecho, era el único que había visto en perfecto estado desde que bajó a la tierra, y en el fondo, la idea de verlo también en ruinas le asustaba y enojaba en partes iguales. Pero todo ello era superado por la ansiedad de la incertidumbre mientras se transportaban hasta ahí.

Gracias a que había estado viajando con Tsukki las últimas semanas, la experiencia se volvió totalmente mundana, aún si eso también era sinónimo de lento en cuanto a recorrer distancias. Ahora Akaashi pintaba la runa de transportación sobre la puerta más cercana, con trazos expertos y sagaces que no dejaban lugar al error. Bokuto le miró embobado por semejante habilidad, pero nada sorprendido porque, después de todo, se trataba del oficial celestial más sabio de todos.

De esa manera, más pronto de lo que hubiera sido posible si Kuroo o Bokuto trazaban sobre la madera, el portal se abrió y todos lo atravesaron con urgencia.

Como era de esperarse, la bella y nostálgica ciudad de Yuewang se presentaba ante ellos en una lluviosa mañana. El sol debería haber estado por alcanzar su cumbre en el cielo, pero las nubes se encargaban de opacar cualquier rayo de luz que quisiera colarse. El paisaje era gris, mucho más desalentador que el ocaso anterior debajo del kiosko que resistía a la lluvia, donde tal vez algo que prendía de un hilo terminó de romperse.

Sin embargo, ninguno de los tres se detuvo a admirar. El templo aún en pie fue todo lo que les llamó la atención, y sin demora corrieron hasta cruzar la entrada. Akaashi, por seguridad, se quedó en la puerta, atento a cualquier intento de dejarlos encerrados ahí, o una forma física que ambos fantasmas quisieran usar para escapar. También, aprovechando la distracción que seguramente Kuroo y Bokuto serían, comenzó a trazar los sellos para crear una barrera y terminar todo aquel asunto en ese lugar.

Dentro del templo, la imagen que recibió fue similar a la que Kuroo ya conocía del lugar. La estatua en el centro, los adornos, los mullidos cojines que ahora parecían del más suave y esponjoso material porque no tenían las rodillas o el trasero de ningún fiel seguidor encima. Lo único diferente era la falta de la multitud recorriendo los pasillos, y aquel problemático espíritu que les miraba con diversión desde la empuñadura de la espada de piedra en el icono central del lugar.

Bokuto puso expresión bélica, como buena deidad de la guerra que era, y Kuroo levantó una ceja con curiosidad. Ninguno cometería el error de confiarse, por lo que sus armas aparecieron entre sus manos un momento después. Selene y Sowlrd, las armas del destino luchando juntas otra vez, como en la fábula infantil que le contaban a los niños antes de dormir.

Suguru rio histéricamente por lo solemne de la imagen, rompiendo la frágil quietud que hasta el momento había inundado todo el lugar. La lluvia era apenas audible, y de un momento a otro un relámpago agregó más dramatismo a la escena. Al menos la mitad de las velas que iluminaban todo el recinto se apagaron, y aunque faltó poco para que la oscuridad se los tragara por la poca entrada de luz en la ventanas cubiertas, un tenue resplandor respetó el rango de lo visible.

—¡Serpiente de Piedra!

—Déjate de juegos Daisho. ¿Dónde está él?

Suguru levantó una ceja con sumo interés, aplaudiendo encantado por la situación.

—Entonces ¿lo descubriste?

No.

—¿Que te hace pensar que no lo he sabido desde el inicio?

Su intuición era lo que realmente hablaba por él, aquella en la que se había guiado desde que podía recordar, y gracias a la que sobrevivió los primeros años sin recuerdos reales de quien era y cómo llegó hasta donde estaba. Lo que esta parte de sí mismo le decía era... imposible. O al menos algo que Kuroo realmente no quería creer, pero al parecer sus palabras encajaban con la situación y parecía que pronto tendría una respuesta. Se lo merecía después de todo.

𝕽𝖊𝖖𝖚𝖎𝖊𝖒 𝖉𝖊 𝖚𝖓 𝖆𝖒𝖔𝖗 𝖊𝖙𝖊𝖗𝖓𝖔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora