La primera vez que vi mi sangre derramarse sobre el suelo tenía sólo once años. Aquella visión pronto se convirtió en algo borroso, las lágrimas que surcaban mis mejillas apenas me dejaban ver la alfombra de ominosos tonos dorados y verdes que adornaba el gran salón de recepciones del palacio. El olor del vino tinto inundaba mis fosas nasales y me provocaba náuseas.
A mi hermana y a mí nos habían permitido subir a las plantas superiores del palacio por primera vez en nuestras cortas vidas. Nunca habíamos ido más allá de las cocinas, que se encontraban en la planta inferior. Esa noche podía ser relevante para nuestro futuro en palacio, si le gustábamos a los señores podríamos tener la oportunidad de trabajar en las plantas superiores, haciendo tareas menos pesadas y algo más agradables que las que hacíamos abajo. Los puestos de doncella, camarero, ayuda de cámara y mayordomo eran los más preciados y aunque estaban ocupados desde hacía tiempo, la cosa podía cambiar. O eso soñábamos las dos.
Por todo eso, comencé a temblar cuando sentí cómo se desequilibraba la bandeja dorada que portaba sobre mis pequeñas manos. Vi las botellas de fino cristal reventar contra el suelo y teñir de granate las alfombras del comedor principal. Me había distraído tratando de mirarlo todo, de atrapar cada detalle en mis ojos verdes por si acaso era la última vez que podría observar aquel espacio de lujos y belleza.
Uno de los sirvientes que permanecía cerca de la mesa dio un paso hacia delante para poder ayudarme a recoger el desastre.
- Deja que se encargue ella - la voz fría y seria del Rey Razvan I se deslizó por cada nervio de mi cuerpo. Nunca la había escuchado y armonizaba a la perfección con su apariencia.
Era difícil averiguar su edad, como pasaba con todos los de su especie. Alto y de huesos finos y elegantes, su sola presencia intimidaba pese a no ser un hombre corpulento. Me habían hablado de su pelo, prácticamente blanco y peinado hacia atrás, pero en persona me parecía más sorprendente de lo que habían acertado a comentar.
- ¿Acaso no entiendes tu propio idioma? - me preguntó -. Recógelo, ya.
Me centré en la alfombra, inclinándome sobre el suelo, sin volver a mirarlo. Con dos dedos recogí los trozos más grandes de cristal, dejándolos sobre la bandeja. Después, con más cuidado, recogí los más pequeños. Las botellas eran de la más alta calidad, por lo que los trozos eran finos y afilados. Me pinché un par de veces y notaba la sangre corriendo desde las primeras heridas. Me incorporé.
- Todo.
Volví a mirarlo, confusa. ¿Cómo iba a recoger las diminutas esquirlas que se habían desperdigado entre las fibras de la alfombra? No tenía un cepillo y dudaba que fuesen a dármelo. Me mantuvo la mirada, como si fuese estúpida por no entender lo que quería de mí.
- Estás interrumpiendo mi velada.
Noté cómo mis mejillas enrojecían y me sentía cada vez más y más pequeña. Me dejé caer sobre mis rodillas y puse un dedo sobre los pequeños fragmentos para que se pegasen a él. Algunos penetraron en mi piel, me mordí el labio para no dejar escapar un quejido de dolor. No podía recogerlos uno por uno. Armándome de toda la determinación que pude, arrastré la mano sobre el tapiz, tratando de agrupar las esquirlas, pero conseguí arañármela entera y comenzar a sangrar más abundantemente. Las primeras manchas de sangre aparecieron sobre el tejido.
Los invitados me miraban atentamente. A mí, o quizás a aquel líquido carmesí que se había ido extendiendo mientras yo seguía arrastrando la mano para recogerlo todo. Notaba como me desgarraban la piel, pero sentía que era mi culpa y que merecía todo aquello. Había acabado con mi oportunidad.
Los nobles, vestidos con telas ricas y lujosas y llenando el salón de los olores exóticos e intensos de sus perfumes, se miraban entre sí y murmuraban. Danika y yo también llevábamos nuestro mejor uniforme. Amplias faldas granates hasta el suelo, blusa gris y un corpiño negro atado al frente. Nuestras melenas, negras y largas, recogidas en trenzas atadas sobre nuestra cabeza.
Comencé a sollozar y notaba la mirada de Danika clavada en mi nuca, podía imaginar a la perfección su semblante cargado por el pánico y el nerviosismo. Éramos gemelas, idénticas en todo, pero ella siempre había sido más tímida, dulce y miedosa. Yo era la valiente, pero en aquel momento estaba aterrorizada, como ella. Escuché cómo se acercaba a mí para ayudarme.
- Detente - la voz del Rey dirigiéndose a mi hermana me sobresaltó -. Tú no has tirado la botella.
Me sequé la cara con la manga antes de incorporarme, para esconder mis lágrimas, y miré a mi hermana a los ojos.
- Está bien, Nika.
Ella se quedó clavada en su sitio. Miré al resto de personas que había en la habitación. Algunos de ellos ya habían decidido ignorarme y susurraban entre ellos, otros sólo me observaban con desaprobación.
El hijo del rey, Velkan, tenía sus ojos fijos en mí. No mostraba ninguna emoción en su rostro, pálido e imposiblemente hermoso. No era mucho mayor que yo, pero ya escondía una sabiduría centenaria tras aquellos iris grises. Parecía uno de ellos, pese a ser el único sentado en aquella mesa que todavía era mortal. No desvió la mirada cuando notó que yo se la devolvía, todo lo contrario, lo que provocó que me estremeciese.
Volví a centrarme en los cristales, comprendiendo que a partir de aquel momento mi lugar en el palacio estaba más que decidido.
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Sacrificio
VampireIva y Danika se criaron como parte del servicio en el Palacio del Rey Razvan I tras ser abandonadas a sus puertas cuando aún eran bebés. Pese a ser idénticas físicamente, sus destinos no pueden ser más diferentes. ¿Puede Iva luchar contra el papel...