Garabateando en las notas de mi teléfono, escupo un resoplido al viento cuando, tras empinarme detrás de la mampara de arbustos que se han convertido en mi protección desde hace tiempo, compruebo que aún no llega y que lleva más de media hora de retraso.
Por un microsegundo, la idea de marcharme me seduce, pues suele destacarse por su puntualidad y jamás ha estado tarde para nuestras «citas»; entonces, el pensamiento de dónde puede estar me asalta.
«¿Será que se encontró con alguien y no vendrá?», por alguna mítica razón, ni bien contemplo esa posibilidad una presión arrolladora vuelve mis manos un manojo de temblores hechos puños en donde la blancura propia del enojo pinta los nudillos. Eso hasta que el traqueteo de unos pasos me conduce a fisgonear por en medio de las matas y la diviso caminando rumbo a su vivienda, a unos metros escasos en donde yo me hallo.
El suspiro soñador producido por la alegría de tenerla tan cerca se transforma en un gesto de cejas onduladas y labios fruncidos cuando enfoco su tupida cabellera achocolatada arrebujada en un chonguito. ¿Lo extraño de esto?: que está desgreñado. Levemente, pero lo está. ¿Lo peor de todo?: que ella jamás ha salido ni ha regresado de casa con una sola hebra fuera de sitio.
El verla detenerse frente a la puerta de su recinto, extraer su móvil de su bolso, revisarlo y que, acto seguido, se matice una sonrisota complacida en sus comisuras mientras se reacomoda un extremo de su blusa también desarreglada termina de confirmarme mis sospechas: ha estado con alguien.
La furia que me corroe suscita a que en mi mandíbula se vislumbren los maxilares inferiores y, sin reparar en lo que estoy haciendo, aviento mi celular a cualquier parte; gesto que desemboca en un estrépito que espanta a mi amada a escrutar su alrededor en busca del artífice del ruido.
¿Cómo pudo hacerme esto? ¿Cómo pudo HACERNOS esto? Nunca se me dificultó creer en ese dicho de que el amor es ciego porque sostenía lo mismo: siempre me imaginé que cuando me enamorara no podría comer, no podría dormir, no podría respirar ante el avasallante hecho de tener a esa persona próxima a mí. Y todo fue cierto... hasta este momento. Ahora, con total veracidad, puedo afirmar que el amor te enceguece, sí, pero hay veces que te obliga a lanzarte al precipicio de la valentía para que recuperes tu visión.
De modo que, luego de sacar un brazo de mi cazadora de cuero, adentrar una mano en mi pelo de puntas alzadas con la que sacudo toda la planicie capilar a su paso de una forma en que toda la estética se trunca y rajarme un tramo de la mejilla con una navaja que obtengo de mis tejanos; me hincho de valor y, mediante tambaleos que se fusionan con tenues jadeos torturados, acudo en su encuentro por primera vez.
—Disculpa, ¿te importaría ayudarme? —Es la pregunta con la que reclamo su atención justo cuando está por encauzar la llave al cerrojo de su puerta. La expresión aterrorizada que me dedica solo hace que me envalentone más.
—Oh, Dios mío, pero... ¿qué te ha ocurrido? ¿Estás bien?
—Sí sí, solo... fui a visitar a un amigo que vive por aquí cerca, pero como no había espacio tuve que aparcar unas calles más abajo. El caso es que no me percaté de cuando anocheció, entonces cuando estaba por irme a casa... me asaltaron. Fue horrible, me robaron el coche, me golpearon hasta desgastarse y... ya no recuerdo más. Iba a pedir un taxi, pero se llevaron mi billetera y... —Expulso un sollozo—. Perdón, n-no me gusta reaccionar así frente a tonterías y menos con desconocidos a los que seguro ni les importa, pero es que... vivo al otro lado de la ciudad, mi amigo no regresa hasta dentro de un mes y quería saber si podías... —Me obligo a detenerme cuando la veo sacudir su cabeza en veloces asentimientos denotando preocupación—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Lo último que quiero es importunar, así que será mejor que me...
—No no no no no. ¿Cómo vas a decir eso? ¡Estás sangrando! —declara, señalando mi mejilla izquierda con horror—. ¿Qué tan desalmada podría ser si te dejara a merced de la noche en un barrio que no es el tuyo, magullado, desangrándote y sin lugar a dónde ir? Sin mencionar que esos malnacidos podrían regresar.
—Un poco bastante, diría yo —Me arriesgo a bromear—. No, de verdad, gracias, pero creo que será mejor que me las arregle por mi cuenta. No me conoces, y no quiero ocasionarte ningún problema con tu... —Dejo la frase al aire a la espera de que ella la complete.
—No, descuida, vivo sola. Y es en serio, no tengo problema en ayudarte. No soy muy hábil curando heridas, pero si me permites puedo intentarlo —Se voltea hacia la puerta para disponerse a desbloquearla—; después te puedo llamar a un taxi para que te lleve a tu casa o a un hospital mientras te brindo un jugo o algo.
—¿De verdad harías eso por mí? Mira que con que me llames un taxi es más que suficiente.
—Dije que no es problema, tranquilo. Soy Tasha, por cierto.
—Zacarías.
—Un gusto conocerte, Zacarías —En el momento preciso en el que ingresamos a su morada, el teléfono auxiliar se pregona por toda la estancia—. Perdona, ¿puedes cerrar la puerta mientras contesto?
—Por supuesto —bisbiseo mientras la observo marcharse en medio de brinquitos presurosos hacia la que asumo es la sala de estar.
Cuando me cercioro de que se ha esfumado del perímetro, retrocedo unos pasos hasta que atrapo una piedra sobre la tierra que bordea sus plantas en el exterior y la escondo dentro de mi chaqueta antes de cerrar la puerta con pestillo a mi entrada.
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Barcos de papel en un océano de letras ©
Casuale«Envueltas en los oleajes que habitan en el corazón y que traspasan la realidad, ya no solo residen las criaturas marinas; entre las cobijas de agua salada que se suceden una tras otra con ímpetu, letras y emociones cohabitan con efervescencia naveg...