Unos treinta años atrás, las personas asustaban a sus hijos con la famosa de Reynold Cowell. Según todos los habitantes del pueblo, aquel hombre solía ser un brujo que vivía en las afueras de Holmes Chapel.
Comenzó a ser un fiel servidor del rey de las tinieblas en cuanto unos malvados niños frecuentaban fuera de su hogar, y arrojando pesadas piedras en dirección a su ventana.
Hubo ocasiones en las cuales salió lastimado, debido a que intentaba salir por la puerta principal, y rogar a los infantes que lo dejasen tener, al menos, una noche de tranquilidad. Además, se encontraba de luto por la muerte de su amada, y aquel sitio era el único que le recordaba la maravillosa vida que tuvo a su lado.
Decidido, y cegado por el dolor de la muerte de su amada, Reynold no dudó en invocar demonios superiores, vendiendo su alma al líder de estos para que lo protegiesen de aquellos niños.
Por supuesto que, en el momento en que aquellos seres sobrenaturales aparecieron, notó que no estaba lidiando con simples fieles de Satanás.
Era magia mucho más antigua, y esperaba que aquel grimorio permaneciese oculto en su hogar.
El último día que los niños del pueblo decidieron arrojar piedras a sus ventanas, no solo fueron molestados por todas aquellas entidades de manera dolorosa y humillante, si no que, también, decidieron castigarlos matándolos muy lentamente.
Quebraron los dedos de las manos de cada uno, los hicieron sentir filosos cristales en la plata de sus pies, y el famoso músico del infierno, Giussepe Tartini, apareció en medio de aquel sitio, sin invitación alguna.
Acomodó el violín sobre su brazo, mentón, preparándose con un profundo, pero ronco suspiro, antes de tocar la cuerda más aguda e irritante de su violín. Aquel sonido provocó explosión tras explosión, y los cuerpos de los niños —ahora, sin cabeza— cayeron sobre el césped, sobre un gran charco de sangre.
Reynold Cowell asistió a un insignificante juicio, donde decidieron, por el bien del pueblo, matarlo. Fue colgado en la sala de su hogar, y sus últimas palabras fueron: "He aquí, muriendo injustamente, como todo el mundo lo hace. No culpo a esos niños. Noto ahora, frente a mí, en los monstruos que se reflejaban"
La infancia de Harry se basó en bromas respecto a ese tipo, e incluso, las pocas veces que alcanzó las afueras del pueblo junto a su familia, lloraba, pidiendo a gritos regresar a su casa sano y salvo. Ni siquiera podía pensar en una muerte, ni en alguien rodeado de demonios.
Irónico, porque estaba enamorado del mismísimo Diablo y, en aquellos momentos, una muerte ajena, para él, era algo con lo que debía lidiar gracias a sus pecados.
La casa de Reynold Cowell era enorme, pero vieja, como una reliquia. Harry estaba muy seguro que las telarañas en los rincones de aquella sala eran reales, pero la decoración de Halloween ayudaba a disimularlo, y la multitud de personas parecían estar muy distraídas, bailando al compás del rock.
"Jailhouse Rock" de Elvis Presley sonaba por todo el sitio, gracias a la rockola de vinilos. Había un mini bar en la otra punta de la sala, y estaba lleno de personas. La luz del sitio se encontraba apagada, pero las velas del enorme candelabro que colgaba del techo iluminaban de manera tenue.
Mientras Harry, Fionn y Liam se adentraban, el rizado notó desde lo lejos a personas sentadas en el suelo de la pequeña cocina, formando un círculo, y dejando en medio una tabla con detalles extraños. Si hubiese sido hace tiempo atrás, estaría muerto de miedo, pero ya no era así.
Bueno, un poco.
Liam observaba con una ligera sonrisa como Fionn se quitaba la sábana de encima, observando con indignación los terroríficos disfraces de las personas a su alrededor. ¡¿Cómo no pudo notar que su mejor amigo y él se veían ridículos?! Observó al mas bajo de inmediato, quien continuaba cubierto con la sábana, y parecía estar moviendo su cabeza al sonido de la música.
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Dancing With The Devil | Larry Stylinson. 👹 | TERMINADO.
FanfictionEs 1967 y Harry está harto de ser aquel chiquillo religioso al cual todos molestan. Cansado de un dios fingiendo oídos sordos, decide tomar sus propias riendas a escondidas: ¿Qué tan mal podría irle si recurriese al mismísimo Diablo? ¿Qué tan rápido...