PRÓLOGO

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ANTES DE TI

Los dedos le apestaban a tierra mojada, al rocío de las regaderas, al hedor de la savia como un almíbar negruzco contra los troncos tozudos de los árboles más viejos. El sol se filtraba con luces pálidas y difuminadas desde el techo de cristal, paneles de acrílico descansando en el tejado reforzado con un esqueleto de acero adyacente a la mampostería tallada serpenteando el manantial junto al enorme maitén, orgullo del invernadero de los Asturios.

Recordaba los olores, los hedores. El dulzón de las estrellas azules cordilleranas, las monjitas y las flores de gallo. En tierra fértil crecía de todo, le decía su padre. Tenían crisantemos y tulipanes, orquídeas, margaritas, amapolas rojas y añuñacas unas tras otras en una plataforma de piedra a la derecha. A la izquierda Sidán a veces recogía tomates rojos, espinaca, papas, zapallos, calabacines, de todo. Las zarzamoras, las mentas, albacas, acelgas y plantas de hoja verde estaban en el centro, con al maitén con látigos largos que caían como lágrimas allegando sombra, y a veces los zorzales hallaban un hueco entre la piedra y el vidrio para irse en picada y buscar gusanos en las composteras.

Corría entre los látigos del maitén, se escondía por debajo de la bañera de piedra donde enrollaban la manguera azul como una serpiente, descalzo metía los pies en la fuente escupiendo cascadas de agua. Sabía que no tenía que hacerlo, pero nunca había escuchado. Chapoteaba, se aburría y volvía a chapotear hasta que Noelia lo encontraba, lo sacaba por las axilas y le secaba los pies con un trapo que colgaba en el asidero junto a la manguera, refunfuñando.

―Te he dicho que no metas los pies ―decía.

―Nadie bebe de esa agua ―le respondía Sidán, siempre y sin falta―. Se limpia después. Papá me lo dijo; hay una cosa que limpia el agua.

―Por la noche ―Noelia lo miraba siempre con reproche, enojo que se disipaba en segundos―. Pero en el día no. En el día a veces se meten unos pajaritos. Y hay bichitos que necesitan hidratarse. ¿Les vas a ensuciar el agua a ellos también?

―Pero si hay tanta agua ―replicaba el niño―. Tanta, tanta agua que no se la pueden tragar toda.

―Tu papá te compró una piscina, a ti y a tu hermano.

―No me gusta nadar ―dijo, arrugando la nariz―. A mi hermano sí, pero a mí no. El agua me llega hasta aquí ―se presionó las palmas contra las costillas― y siempre tiene un olor extraño que me pica los ojos. En la otra cosa de piedra eso no pasa.

―Porque no es agua para bañarse ―Noelia le puso los calcetines, le sacudió la jardinera y le peinó con los dedos la cabellera anaranjada hacia atrás. Miró a Sidán por varios segundos con sus ojos púrpura antes de levantarse―. Le voy a decir a tu hermano que no te deje entrar sin él.

El niño nunca respondía mucho cuando lo amenazaban con su hermano. Les fallaba el detalle ínfimo, casi sin importancia, sobre su amor. El niño lo adoraba y el sentimiento era mutuo. Si estaba allí era porque su hermano lo había dejado entrar, ni más ni menos.

Sidán revoloteó nuevamente entre las hileras de hojas de menta y espinaca, con los calcetines recogiendo la tierra sobre los adoquines de piedra en la planta de los pies. Dentro del invernadero siempre estaba temperado, ni muy frío ni muy cálido, lleno de hedores con los que soñaba al caer la noche. Con regularidad dormía con sueños de sandías gigantes y orugas arcoíris comiendo frambuesas del tamaño de un puño. Aleteando entre las flores en el ala derecha chocó con la vitrina en el extremo norte del invernáculo.

Se colgó del asidero que había apostado junto a la caja de cristal, del tamaño de un clóset, donde su madre colgaba los guantes, los paños y los rociadores de mano. Balanceó los pies mientras miraba las flores dentro de la vitrina, empotradas en el pico de un trono de piedra cuadrado con escalones rudimentarios. Las flores eran grandes, del tamaño de una palma adulta, de tantos colores que Sidán todavía no había aprendido a nombrarlos todos. Parecían estrellas con ocho puntas, moteadas de rojo, con la antera negro alquitrán y sin hojas. El tallo era fino, grueso y alargado, coronando la punta con los enormes pétalos.

Cuando Noelia se le acercó para acariciarle el pelo, Sidán señaló el armario de cristal.

―¿Cómo se llaman, mamá?

Noelia las miró sin parpadear, acuclillándose a su lado.

―¿Qué nombre les pondrías tú?

―No lo sé ―dijo―. ¿Chapoteadores?

Noelia soltó una carcajada.

―No creo que sea un buen nombre. Estas no crecen en albercas. Míralas, les gusta más la luz.

El niño las observó bien con ojos grandes. En medio de la vitrina, en el techo, había un tragaluz que daba justo en el centro. Las flores daban cara a la luz en toda su potestad, por lo que formaban un remolino de colores desde el centro hacia afuera.

―¿Y entonces cómo se llaman?

―Mejor le preguntas a tu padre. Seguro él sabe.

Sidán negó con la cabeza, inquieto. La sonrisa de Noelia se ensanchó.

―Papá no sabe de estas cosas. Ya lo has visto. Me va a decir que son calabacines.

El chiquillo podía escuchar la respuesta antes de siquiera preguntar. «Bueno, a mí me parecen unos calabacines bien gordos y con colores. ¿A ti no?»

―Tu padre es un sabiondo ―le dijo Noelia con los hoyuelos marcados en la comisura de los labios―, él sabe muchas cosas. Un estudioso de las frutas y las verduras, y de las plantas y la genética humana.

―¿Qué es genética?

―Algo que llevamos en la sangre.

―¿Y se puede ver?

―No.

―Siempre habla de cosas que no se pueden ver. Por eso nadie le cree.

Noelia de Arce echó otra carcajada al aire, una risotada que le pintó una sonrisa al niño en la boquita rosada. Le trenzó el pelo rojizo, ese por el cual le había apodado «Mi naranja de verano». Le besó la coronilla de la cabeza.

―Cuando seas más grande, le preguntas de nuevo. ¿No te enorgullece que él pueda ver cosas que otros no?

―Es como un mago.

Noelia asintió.

―Es como un mago, mi naranja de verano.

Con el pasar de las estaciones y los años los rostros se difuminaron, los detalles se ennegrecieron y el agua de la alberca se pudrió. Algunas cosas pasaban antes, otras después, sin embargo, Sidán Asturios se negaba a olvidarlo todo y la memoria, a veces difusa, no lo traicionaba tanto. La voz de Noelia era la canción dulce que escuchaba constantemente ens us sueños junto con las de su hermano y su padre, lo que escogía recordar por voluntad propia. Por ahora, solo le restaba dormir y soñar, anhelar los tiempos que otrora le dieron otro color, y seguir soñando.

CIETH-EL #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora