Aire Puro

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Abre la puerta.
Entra.
Escucha el clic.
Espera a que la luz sea verde.
Ponte el traje de la derecha.
Escribe el código en el panel.
Abre la segunda puerta.

Esa es la rutina de los domingos, el único día que se está permitido salir.

Todavía es muy temprano y Ana duerme tranquila en la habitación. Del armario cerca de la puerta, tomo el traje de latex obligatorio y me lo pongo con dificultad. Se me pega al cuerpo y la sensación me molesta, casi me ahoga. Me pongo el gorro que prácticamente me cubre todo la cabeza y busco los bonos adicionales en el compartimento secreto.

El regalo de cumpleaños de Ana debe estar listo ya.

Voy a la puerta. La reviso inconscientemente, esperando que todo esté bien. Dentro de mí, algo se agita. ¿Es miedo? Puede ser. Cada vez que es domingo, el temblor se apodera de mis manos. Un nudo en el estómago me aprieta y por un momento me obligo a respirar. Abro la puerta.

La pequeña habitación está a oscuras. Escucho el clic del cierre automático y siento el cambio de presión por todo el cuerpo. Espero a que la luz de encima pase de rojo a verde. El cierre ya es hermético. Busco entonces la otra parte del traje que está en el armario de descontaminación. El olor es demasiado fuerte y me irrito. ¿Cuánto más tendremos que vivir así? Tomo el traje naranja y me lo pongo con mucho cuidado. Cojo la mochila del oxígeno y observo que el temporizador marca 60 min, tiempo suficiente para ir y regresar a casa. Me coloco la careta. Es ahora o nunca.

Introduzco el código de salida y la puerta se abre.

La perspectiva me agobia y me entristece. Los recuerdos del roce del viento y el sol tibio en mi rostro me embargan. Recuerdo ahora, las mañanas de verano con el cielo azul celeste y las nubes, esos copos de algodón, adornándolo; las calles llenas de vida y el bullicio de la gente. Ahora todo estaba en silencio y el mundo se vio vacío. Ahora ya no se ve el Sol, ni el cielo azul, ni las nubes blancas, solo humo y neblina. Contaminación por todas partes.

Tecleo en el panel del brazo mi localización y a donde me dirijo.
 
De camino al almacén a buscar los víveres de la semana, veo a otras personas. Tratan de resolver sus problemas lo más rápido posible para ir a esconderse en sus búnkers, para mantenerse con vida. ¿Pero qué vida es la que llevamos? El miedo constante de que algo salga mal nos acompaña, pero lo peor es el cansancio, el estancamiento. Todos los días la misma rutina, las mismas noticias una y otra vez. Nada mejora, nada cambia y nosotros tampoco.

Minuto 15. La fila en el almacén me sorprende. Son demasiadas personas para el domingo. Algunos deben estar intentando conseguir suministros extras.

De repente, de la caseta de seguridad sale un policía, y se dirige hacia el frente donde el empleado lo llama. Una señora llora, pide más comida y medicina.

-Mi hijo está muy enfermo- suplica.

El guardia no atiende a sus pedidos y se la lleva a rastras. Una señora delante de mí se ríe de lo sucedido.

-Solo intenta conseguir más. Hay gente que no tiene vergüenza -dice.

La señora me mira, busca mi aprobación, pero yo no contesto. ¿Y si es verdad? ¿Y si su hijo está enfermo? Me imagino al niño en la cama llorando, pidiendo agua o leche, ardiendo de fiebre. Pero debe ser falso. Nunca dejarían que un niño padezca más sufrimiento, ¿verdad? Me estremezco.

Aunque ya no la vea, todavía escucho gritar a la señora:

-Por favor, por favor.

Nadie dice nada. Ni siquiera miran hacia la caseta. ¿Estarán todos de acuerdo en que es una farsa?

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