Prólogo.

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Cuando ella entraba por la puerta principal, algo agotada por el ajetreo del día; y es que sinceramente las cosas estaban yendo de mal a peor. Ese día se lo llevaron, y era lo quería ¿no? Que él se fuera de una vez a dónde se merecía, aunque esperaba sentir algo...diferente. Quería sentirse liberada de su pasado; sin embargo, ya habiendo logrado lo que buscaba, no se sentía así. Era al revés.

Horrible y vergüenza, debían ser las palabras adecuadas para describirlo con mayor finitud. Ya ni si quiera se miraba el espejo desde meses... ¿Qué tan rota estaba para que el reflejo suyo fuera una pesadilla?

Los sentimientos, culpas y penas, incrustados en lo profundo de su corazón, de alguna manera extraña, la habían estado aislando de su alrededor por tanto tiempo, que por eso se demoró unos segundos en reaccionar a los sollozos.

Ella dejó su bolso en el sofá mientras seguía escuchando el llanto silencioso proveniente del comedor, pero se detuvo en seco cuando logró ver que las cuatro sillas alrededor de aquél sofá de la sala, se encontraban totalmente destruidas. Ella, con miedo y confusión en su rostro, empezó a alejarse lentamente... algo chuzándola la detuvo, y cuando giró su cabeza para ver que era, la maceta de lirios que tanto amaba la tía Lu, estaba quebrada y con uno de sus pedazos apuntándole a la pantorrilla. Luego, revisó con la mirada el resto del lugar, y como un imán, sus ojos se quedaron en el espejo de la entrada de la pared hecho añicos.

Ahí el pánico puedo ser más evidente. El panorama del lugar era horripilante. Volvió a girar, ahora frente a la pared que la separaba del comedor, asustada de lo que pudo haber ocurrido.

Un paso, y otro, cada uno tan lentos, con ese atemorizador silencio sólo rellenado por un llanto de lo que parecía un sufrimiento tan crudo, no ayudaban. De repente, se veía que ahora ella estaba a punto de llorar y acompañar con un crescendo aquel concierto de agonía.

Cuando llegó al umbral de la entrada al comedor, su cuerpo se quedó helado, con los ojos abiertos de par en par, mirándola. Estaba tendida en el suelo arrullando a la pequeña criatura en sus brazos mientras lloraba. Ella y él estaban rodeadas de un charco de sangre al rojo vivo; el pequeño tenía los ojos abiertos y fríos, con esa mirada vacía, y unos manchones de este untaban a la persona de la que provenían esos sollozos.

De la nada, Charlotte derramó muchas lágrimas; luego, notó que el comedor estaba destrozado como la sala, pero mucho peor: vidrios rotos, sangre en las paredes, madera desastillada, telas rotas... era el infierno a flor de piel.

Por el peso de su mirada, Martha levantó la cara. Tenía con rastros de sangre en ella, ojos y labios hinchados; pero en el momento en que la vio ahí parada, sólo aumentó su llanto, torciendo la boca en un gesto de dolor. Ella no sostuvo mucho tiempo la conexión de sus miradas y la agachó, abrazando más fuerte al pequeñín que sostenía en brazos.

– Lo...lo siento –tartamudeó entre sollozos. Se pasó el dorso externo de su mano derecha por la cara limpiándose los mocos, dejando caer por un momento su cabeza, pero regresó a cogerla y se la puso en el pecho abrazándolo de nuevo con más fuerza – los he dejado un momento solos y... – no terminó por volver a llorar.

Charlotte, con lo poco que alcanzó ella a pronunciar, la buscó con la mirada por todo el salón. Paró donde vivía la pintura familiar que había hecho ella misma a sus 14 años, era hermosa... pero ahora era decorada con marcas de manos ensangrentadas, y justo debajo de ella, estaba sentada en el piso abrazando sus piernas. Tenía el cabello despeinado, la mirada fría y fija en alguna parte del piso. Toda su ropa estaba llena de sangre, incluso sus pies, sus manos, la cara... todo ella era sangre.

– ¿Pero ahora qué has hecho? – espetó Charlotte.

Lo que nunca hiceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora