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Érase una vez un pueblo con grandes olas, arenas traviesas y brisas marinas abrazadoras. Donde los habitantes siempre recorrían sus playas calurosas con sonrisas, trabajo y pasión. Y así, un día, de la nada dejó de salir el sol; el lugar fue tan sombrío y gris como un invierno eterno, ya no había calor, ya no había fulgor. La anterior viveza del más visitado bulevar con lozas grandes y edificios del tamaño de una reunión de gigantes, tan solo se evaporó. Pero tranquilos, para ese día todavía faltaba, una risa infantil tendría que esfumarse como si nunca hubiera existido.

Nadie veía colores y no personas.

Creía que todos tenían un color fijo, un papel que seguir y una personalidad que se obligaban a ser. ¿Y sus padres? Nunca supo darles algún color, porque jamás los terminó de conocer. Creía que los adultos eran mundos alternos al suyo, indiferentes y amargados, que no distinguían sus propias tonalidades en sus vidas.

Nadie con casi diez años, vivía con sus dos hermanos mayores: Azul, el mayor, llamado así por su rostro triste de alma en pena y Amarillo, la del medio, ella no dudaba en alegrar a todos sin importar la situación. ¿La inflación arrasó con la economía del país? ¡No importa! Alegría para todos, por lo menos se tenían a ellos y un techo donde vivir.

A la semana siguiente, murió su padre y perdieron la casa gracias a sus tíos grisáceos. No les importó desalojar a su propia sangre.

¿Qué haría la familia de colores? La madre, vestida de un negro igual a una noche sin estrellas, no lloró. Ya no, la desgracia la había perseguido demasiado como para siquiera albergar alguna esperanza en hallar cualquier tipo de felicidad.

Nadie no comprendía la muerte, no comprendía a sus hermanos desconsolados. ¿Por qué abrazaban su cuerpo? ¿Por qué lloraban sobre su hombro? ¿Por qué papá no despertaba de aquella caja? ¿Por qué aquella nueva cama de madera estaba siendo enterrada junto a más padres o hijos, y todas ellas bajo la bandera de un país sangriento? ¿Por qué no podían abrir el ataúd de su padre y ver su rostro por última vez?

No tuvo respuestas, ni una, solamente sollozos.

Nadie estaba perdido, más que antes, porque no conoció por mucho tiempo al muerto que nombraban. Sin embargo, cuando un año antes aquel hombre regresó a vivir junto a ellos, se sintió atemorizado por el secreto que guardaba.

Unos días, Nadie, era la luna que bañaba el agua del mar, inherente e imposible de personificar; otros era como la gente lo veía. Y sentía un vacío.

Cometió muchas cosas que pudieron ponerlo en descubierto: puede ser que alguna vez jugó con Amarillo a vestirse como las vedettes de la televisión o, también, esa vez que Azul lo vistió como Axel Rose por el cabello largo que llevaba.

Así fue su vida cuando su padre vivía. Siempre evitando meterse en problemas, decepcionarlo o avergonzarlo; al trabajar tantos años lejos para mantener a su familia y proteger su país.

Su profesora de literatura solía admirar aquella sensibilidad que poseía al narrar, leer o vivir sin más. Para Nadie ello significaba peligro, podían sospechar y no quería ser un extraño sin color. No se sentía parte de algo, y eso era lo más triste. A papá no le gustaría, se decía con vergüenza. ¿Cómo podía contener aquello sin nombre?

Días después del funeral, sus hermanos y la madre apenas alcanzaban en un cuarto pequeñito, microscópico...

«¡Hasta el hormiguero del parque era más grande!», refunfuñaba con amargura.

Paseaba por el bulevar al salir de clases —para no ahogarse en su nueva vivienda—. Y vio a pocos extranjeros los cuales quedaban maravillados con el océano inmenso, pelícanos sobrevolando en busca de alimento, pescadores ganándose su sueldo y niños armando castillos de arena. Caminó sin destino, solo, hambriento y mientras remojaba los pies en el agua, empezó a llorar.

La marea subía, al igual que su dolor.

Tal vez en el fondo no lo conoció mucho, aun así sintió una pena profunda agobiando su corazón. No tenía casa, no tenía padre, ni tampoco identidad. Nadie no existía, Nadie era nadie.

Unos días era ella, otros días era él.

Unos días bailaba, otros días cantaba rock.

Unos días robaba las ropas de amarillo, otros días las de Azul.

Le dolía tanto el alma, su inexistencia, que ya no quiso sufrir más. La duda, el lugar que no encontraba para él. Lo raro que veían sus cambios, el "cabro" y demás insultos que gritaban sus compañeros. Ahora, solo escuchaba "huérfano maricón".

Se secó los ojos con sus pequeñas manos, todavía las lágrimas escocían sus ojos, y al tratar de respirar soltó un lamento imposible de ignorar.

Una niña merodeaba cerca al mar y observó muy curiosa la escena. Ella se acercó apenada al infantil ser que trataba de esconder el sufrimiento en silencio, una suave ola arrasó contra sus pies descalzos y lo empujó al agua, empapando así todo el uniforme desgastado de Nadie. Trató de boquear en un impulso por conseguir algo de aire, aun si la profundidad no era mucha.

La niña borró su sonrisa y Nadie observó sus rizos morenos amarrados en un moño muy esponjado. Ambos llevaban el uniforme de la única primaria pública que había, ella no tardó en hablar con preocupación incluso si la otra persona solo respondía con monosílabos. Su presencia cálida y amable, causaron en Nadie una rosácea tibieza en su helado cuerpo. Además de molestia, claro está.

—¡Ah, disculpa! Pensé que sabías nadar... —La pequeña no supo dónde colocar su vista y se angustió por casi ahogar a alguien que ni conocía.

—¡¿Por qué yo iba a nadar si es casi noche?! —exclamó, todavía sintiendo el sabor salado del agua que tragó.

—Pero... Creí que eso te haría reír... —Ella se apenó y le ofreció una mano para que se levantara.

—¿Ah?

—¡Mis amigos de la primaria siempre me tiran al agua para ayudarme! O me tiran agua. Es lo mismo.

La miró sin comprender.

—Es que dicen que mi piel es muy oscura, que Rosa es sucia —respondió ella, apuntándose con exaltación—, y mi cabello es esponjado porque no me baño... ¡Y es mentira! Aunque no me creen... ¡Los amigos siguen siendo amigos! Por eso los perdono —afirmó con la inocencia flotando en sus palabras.

Nadie supo que algo andaba mal, solía ser tratado con indiferencia o molestia, por eso mismo no entendía mucho el significado de la amistad. De igual forma, la obligó a seguirle hacia un lugar muy cerca para secar sus ropas mojadas, ya que el viento empezó a arrasar.

En disculpa, le invitó un café donde sus padres habían abierto un local frente a la playa, contó ella, además era un restaurante o bar, era de todo. El dinero igual se recibía.

El frío empezaba a envolverlos, por eso, bebieron un café con leche caliente que invitaba "El alcatraz".

Estanterías decoraban la estancia, un reloj envejecido de sonido fastidioso, los muebles algo viejos, pero cómodos, un olor a incienso picaba en su nariz y la cálida compañía de una niña. Si bien no explicara nada de sí, el conocer a alguien más contribuía a llenar un poco aquel agujero en su pecho lleno de dudas y tristeza.

Entonces, la pequeña se despidió.

—Debo ayudarles, van a abrir el bar, ¿nos vemos otra vez...? —avisó e intentó averiguar su identidad.

Aunque no tenía, ¿cómo se lo decía?

«Nadie. Nadie. Nadie», repitió sin cesar dentro suyo, sin quererlo, murmuró esa respuesta y Rosa asintió con una pequeña risa.

Afuera había un silencio de muerte cuando la cafetería estaba a punto de cerrar; la tarde se había acabado. La persona que estaba frente a la puerta, obviamente no tenía intención de irse a casa; todavía está leyendo un libro. Las palabras llenaron aquellos oídos aniñados mientras sus ojos cansados apuntan al reloj antiguo que hace tic-tac. "Tus ojos son como un grito, un grito herido. Tus ojos, esta noche son como un barco que pasa tan lejos".

El susto se expresó en sus facciones, empujó la puerta de leña algo rajada y caminó sin ver atrás.

Nadie era Nadie, eran dos en uno. Por ello, escapó.

Café para dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora