chapter ii. the beginning of the end

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«Cada nuevo comienzo viene del final de algún otro comienzo»

Séneca
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17 de Mayo, 1940.

Pasaron cuatro meses desde que Christian partió de casa.

Las contiendas entre los Aliados y las Potencias del Eje ocupaban su propio lugar en cada conversación dentro y fuera del campo de batalla; pero ser un espectador desde la primera fila se asemejaba a un quiebre en la rigidez de su entereza, conciencia y virtud.

Una grieta más cada vez.

Al menos eso sentía él.

Luego de ser trasladado a la bahía de Narvik, al norte de Noruega, solo pudo enviar una carta a puño y letra, diciéndole a Roselyn que estaba bien y que la echaba de menos. Pues, si debía ser sincero, no tenía el estómago para contarle las atrocidades que estaba presenciando día tras día.

Por otro lado, bajo el cuidado de sus tutores y asesores, Roselyn no solo se hizo cargo de sus responsabilidades como estudiante, sino que decidió satisfacer los deseos de su familia y seguir adelante con la empresa. Gracias a Frédéric y a su prudente padre, logró obtener un permiso que la convirtió en la Representante Legal de la empresa con tan solo dieciséis años. Por más de que Christian fuera el dueño y el jefe, ella hablaría y actuaría en su nombre mientras estuviera ausente.

Casi demasiado pronto —para bien o para mal—, el quinto mes del año hizo acto de presencia, arrastrando consigo las últimas semanas del ciclo lectivo. Mas los alumnos de los internados, así como el suyo, debían volver a sus hogares por seguridad ante presuntas amenazas de la Luftwaffe. Y así lo hizo ella.

Tras la dimisión de Neville Chamberlain como Primer Ministro, la sucesión de Winston Churchill y el estallido de la Batalla de Francia, regresó a Sallow Manor con parte de sus pertenencias y algo de repelús hacia la idea de afrontar el largo y arduo trabajo que esperaba pacientemente por ella.

Frédéric se ofreció a acompañarla en todo momento. Estaba con ella la mayor parte del día y luego regresaba a su casa, dejándola al cuidado de Antoine —su instructor— y las muchachas de servicio.

Mientras, la biblioteca se encontraba abarrotada de quejas y frustración. Roselyn amaba ese lugar. Por lo general le ofrecía el regocijo que pocas veces podía gozar, pero desde su regreso solo se halló rodeada de papeles que incluían contratos, boletas y cartas.

Era viernes por la mañana y esperaba terminar antes del atardecer para poder descansar. Llevaba toda la semana ahí adentro, doce horas al día, haciendo exactamente lo mismo; como una máquina con una única utilidad. Pasaba el tiempo haciendo cuentas y organizando, escribiendo, firmando y sellando la correspondencia. Estaba exhausta, y apenas empezaba.

Asimismo, había permanecido alerta las veinticuatro horas. Escuchaba la radio en volumen bajo, casi a escondidas, cada día...

Oyó unos golpes contra la puerta y le concedió el permiso a la persona del otro lado, apagando el artefacto. La puerta se abrió y vio a Antoine, quien cargaba una bandeja de plata con una tetera, una taza, un par de rodajas de pan tostado, mermelada y mantequilla.

—Permiso —dijo al entrar.

—¡Ay, Antoine! —exclamó, esbozando una sonrisa—. Por el amor de Dios, ¡qué bendición! —le agradeció, levantándose para ayudarlo con la bandeja—. Muchas gracias, moría de hambre.

Rose | peter pevensie | (EN PROC. DE EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora