LA PROPOSICIÓN DEL PRESIDENTE BARBICANE

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 El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una verdadera multitud se aglutinaba en los salones del Cañón-Club. Habían aceptado la invitación del presidente no solamente los socios que residían en Baltimore sino los que lo hacían en las ciudades más distintas.

 El salón principal, con sus altas columnas formadas por cañones superpuestos y los innumerable modelos de revólveres alineados sobre las paredes, presentaba un aspecto imponente.

 El presidente, Impey Barbicane, era un hombre de cuarenta años, calmoso, frío y de un carácter formal y concentrado. Exacto como un cronómetro, aventurero pero con sentido práctico, constituía un verdadero modelo del norte americano colonizador.

 En ese instante, mientras sus cuatro secretarios, al igual que la concurrencia, se interrogaban y aventuraban posibilidades en el campo de las suposiciones, permanecía inmóvil y mudo en su sillón, con la mirada fija en algún punto distante.

 Cuando sonaron las ocho en el reloj de la sala se puso bruscamente de pie y con tono enfático dijo:

 - Valiente compañeros: desde hace tiempo los miembros de Cañón-Club sufrimos de un mal terrible, la ociosidad. Sin embargo, y aunque todos suspiremos por ella, la guerra es imposible. Debemos entonces tomar una resolución y buscar en otro orden de cosas un aliciente en nuestras inquietudes.

 Desde hace algún tiempo me vengo preguntando si, sin apartarnos de nuestra especialidad, podemos acometer alguna empresa que los progresos de la balística permitan llevar a feliz termino. Así, pues, he llegado al convencimiento de que podríamos intentar algo que producirá mucho ruido en el mundo.

 - ¿Mucho ruido? -preguntó a gritos un artillero.

 - Exactamente. Y voy ya a ello. No existe entre ustedes alguien que no haya visto la Luna. Bien. Quizá nos esté reservado el honor de ser los Cristóbal Colón de ese mundo desconocido. Compréndanme, secúndenme y los conduciré a la conquista de nuestro satélite.

 - ¡Viva la Luna! -gritaron todos a una sola voz.

- Se ha estudiado mucho sobre ese satélite -prosiguió impertubable Barbicane-, pero hasta el momento nadie ha logrado comunicarse con él. Una vez un americano presentó una serie de fotografías que obtuvo un éxito asombroso, pero se comprobó en seguida que se trataba de un engaño. Los franceses lo descubrieron y se rieron bastante del asunto.

 - ¡Tenemos entonces un motivo para declararles la guerra a los franceses! -exclamó enardecido J. T. Maston.

 - Tranquilícese -pidió Barbicane-. Los franceses tenían razón. Nuestro compatriota los había engañado. Se han realizado otros intentos de llegar a la Luna, pero hasta hoy no existe lazo alguno. Está reservado al genio práctico de los americanos del norte el alto honor de establecer el primer contacto con el mundo sideral. El medio para conseguirlo es fácil, sencillo y seguro. Ése es el objetivo de mi proposición.

 Las palabras del orador desencadenaron una verdadera tempestad de exclamaciones. No había en el Cañón-Club un solo oyente que no se sintiese dominado, arrastrado y elevado por sus palabras.

 - ¡Dejen hablar! ¡Escuchen! ¡Silencio! -pedían por todas partes.

 Cuando la calma renació, Barbicane continuó su discurso con grave entonación.

 - Ya saben ustedes cuáles son los progresos hechos por la balística desde hace algunos años y a qué grado de perfección habrían llegado las armas si la guerra hubiera continuado. Tampoco ignoran que la resistencia de los cañones y la fuerza expansiva de la pólvora han alcanzado límites incalculables. Bien. Partiendo de ese principio me he preguntado si mediante un aparato apropiado, fabricado en condiciones de determinada resistencia, sería posible enviar un proyectil a la Luna.

 Un ¡oh! de estupefacción subrayó sus últimas palabras. Después se hizo un momento de silencio como para que los oyentes tuvieran tiempo de digerir la noticia y, finalmente, la sala estalló en aplausos y gritos. Barbicane quería continuar hablando, pero transcurrieron más de diez minutos antes de que lograra hacerse oír.

 - Déjenme terminar -pidió fríamente-. He estudiado la cuestión desde todos sus ángulos, la he abordado con resolución, y mis cálculos, que he no admiten réplica, me han permitido saber que todo proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas por segundo que haya sido dirigido hacia la Luna llegará indudablemente hasta ella. Por eso tengo el honor, mis estimados colegas, de proponerles que intentemos la experiencia.

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⏰ Última actualización: Mar 04, 2015 ⏰

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